“Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia, no sé si es ola sola o ser profundo o solo ronca voz o deslumbrante suposición de peces y navíos”, describe Pablo Neruda en su poema El Mar.
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Esa necesidad la padecemos todos, desde el 16 de marzo en que por instrucciones sanitarias ante el Covid-19 playa Miramar en Tamaulipas fue cerrada a paseantes, convirtiéndose en la primera a nivel nacional en tomar esta medida en protección de la ciudadanía.
Ciento cuarenta días han pasado desde que la costa maderense está semivacía, que las huellas de los que corren o caminan ejercitándose al alba han desaparecido; las palapas con sombras solas y una profunda crisis que afecta a aquellos que viven de la vida turística del mar.
La fauna ha recuperado el espacio que había perdido, sobrevuelan más gaviotas, las tortugas anidan sin obstáculos y los cangrejos corren libres sobre la suave arena del Golfo de México, en un respiro dado por la pandemia.
El hecho -dice Neruda- es que hasta cuando estoy dormido de algún modo magnético circulo en la universidad del oleaje.
El mar del sur de Tamaulipas guarda quieto y limpio, solo con algunos pescadores que buscan extraer parte de la vida del océano, en espera que amaine la crisis de salud para volver a ser ocupado por los pasos desnudos de los visitantes.
El sol, sin falta, sigue bañando la arena y sus ondulada aguas, con ocasos anaranjados que contemplan la soledad de nuestra querida playa.