De las tormentas y de la infancia

Ciudad Madero tiene olor a nostalgia y que en las tardes de lluvia se intensifica como un perfume que penetra hasta el alma

Julia Meraz

  · jueves 23 de agosto de 2018

Ciudad Madero tiene olor a nostalgia y que en las tardes de lluvia se intensifica como un perfume que penetra hasta el alma, como el canto de las sirenas que se posan en las escolleras mientras las madres tejen ilusiones en mecedoras dentro del hogar resguardando los secretos de familia...

De niña cuando llovía y había tormenta yo tenía miedo. Un miedo literario, teatral... casi infinito. Un miedo a que se rompiera la ventana y se colara un torbellino dentro de la casa.

La desvencijada puerta de madera, única barrera entre el mundo y nuestra casa en aquel tercer piso de la vecindad en la calle Insurgentes marcada con el número 109 de la colonia Árbol Grande, se agitaba como hoja de papel ondulándose al compás de las ráfagas de viento que impetuosas golpeaban la frágil fortaleza donde mi madre y cuatro asustadizas hermanas vivían.

Las horas previas a la lluvia eran las últimas de confianza... velas, agua, cerillos, leche, un frasco de café, una bolsa de bolillos y una biblia abierta en la mesa, era todo lo que mi madre necesitaba para proteger a sus niñas y sobrevivir la noche.

La lluvia refrescaba el piso de cemento liso que gustaba tocar con mis pies descalzos mientras me subía a mi moto amarilla con negro y recorría incesantemente la sala, metiéndome debajo de la mesa de fórmica del antecomedor, muy a pesar de los gritos de mi madre de que me saliera de ahí.

Recuerdo que de pequeña pensé que la lluvia era algo sobrenatural, maligno... sus rayos incesantes dibujaban en el cielo un monstruo que tenía cara y cuerpo y que gustaba de asustar a la gente, la cual corría asustada por las calles tratando de ocultarse para no ser vistos por él y con el miedo por sombrero, temerosos quizás hasta el extremo de pedir perdón a Dios por sus obras.

Cuando por la lluvia y el viento se iba la luz, mi madre encendía las velas de parafina, no de cebo como mi mamá las pedía, aunque fuesen más caras, y nos sentábamos a esperar... no sé qué, pero siempre lo hacíamos; yo por supuesto debía estacionar mi moto y sentarme al igual que mis hermanas en los viejos sillones de madera de la sala, mientras el viento soplando con furia, como el lobo feroz, quería tirar la puerta y hacía ruidos al colarse entre los espacios vacíos de nuestra fortaleza deseando entrar y robar lo poco que teníamos.

Y a pesar de todo el miedo que sentía, me gustaba aquella atmósfera donde mi madre rezaba, mis hermanas escuchaban atentamente mientras yo observaba absorta como la luz tenue de las velas descubría sus rostros al compás de viento que soplaba encima de ellas en un juego eterno por intentar apagarlas.

Cuando la lluvia pasaba y el viento dejaba de tratar de entrar a nuestra humilde casa, la vida retornaba a su color original, el cielo azul se abría paso como vencedor de la batalla y la luz regresaba como la hija pródiga.

Mi madre hervía la leche en una olla de peltre para después llamarnos a la mesa y servirnos la leche con café, aunque a mí por supuesto me tocaba leche sola con nata, mientras que el bolillo lo calentaba en un viejo comal lo untaba con mantequilla y nos lo daba, cuando esto ocurría, sabía que todo estaba bien y que la tormenta esta vez nos había dejado vivir.

Ahora que mi madre ya no está y que aquella vecindad la han derrumbado, aún hago lo mismo que hacía mi madre, compro velas, bolillo, leche y café para sobrevivir a las noches de lluvia, quizá porque en mi alma aún se encuentra agazapada en algún rincón esa niña temerosa que atisbaba la lluvia a través de la ventana rogando al cielo que nada malo pasara.

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Las horas previas a la lluvia eran las últimas de confianza... velas, agua, cerillos, leche, un frasco de café, una bolsa de bolillos y una biblia abierta en la mesa

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