"Tendría como unos nueve años cuando acompañé a mi papá al cementerio, se acercaba el Día de Muertos, había que hacer “faena”, así que mi padre Don Basilio, como jefe de la guardia blanca de policías debía de poner el ejemplo(...) rudo, como siempre lo fue, despertaba a sus cinco hijo más grandes para colaborar en la limpieza del camposanto". Inicia narrando quien nos contó esta leyenda de Veracruz.
Uno a uno nos íbamos levantando de los catres, mientras que Lupe, mi mamá, hacia el lonche para todos: vivíamos en Chontla, un pueblito que se ubica alejado de todo pero a los pies de la Sierra de Otontepec.
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Aquello parecía procesión, todos iban a ayudar; los caminos del cementerio debía estar limpios para la misa de Días de Muertos y sin riesgo de que una culebra hiciera de la suyas aumentando el número de difuntos.
Estaba limpiando la tumba de la abuela Teodora cuando me di cuenta que mi hermano Pepé, de cinco años se había alejado, preocupado corrí a buscarlo y lo encontré hasta el otro extremo, allá por donde estaban las paredes de piedra con huecos donde antes depositaban los cuerpos.
Cuando Pepe me miró, con su manita señaló una tumba muy antigua, de esas de piedra, de las de antes, ya no tenía nombre, pero aún estaba en pie.
“Eso brilla, Manuel”, dijo mi hermanito, yo solo veía un montículo de piedras ennegrecidas por la tierra y el moho, así que jale al niño, quien regresó con la cantaleta del brillo, “el señor está enojado. Manuel”.
Un hombre lleno de oro, pero que no usó ni para alimentarse
Cuando regresamos a la tumba de la abuela Teodora, ahí estaba mi papá, pensé que nos esperaba una tunda por haber dejado el azadón tirado, pero cuando Pepe le contó que vio un señor parado en la tumba que brillaba, Basilio lo entendió todo y nos preguntó si habíamos tomado algo.
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“Es la tumba del viejo Aristeo, de esa tumba no se puede tomar nada, ni siquiera una piedra, fue un hombre que encontró en la sierra un tesoro, desde allá bajó el oro brillante en carretillas pero siempre vivió pobre, nunca lo usó ni para comprarse maíz o pan”, contó mi papá.
Dijo que Don Aristeo antes de morir pidió a una personas que conforme fueran pegando las piedras de su tumba fueron incrustando las piezas de oro que había traído de la sierra, les advirtió que nadie podía quedarse con su tesoro, que de hacerlo, vendría la muerte por ellos.
“Ocho hombres participaron en el entierro, en su caja de madera, le pusieron algunos lingotes de oro y joyas, lo demás lo pegaron junto a las piedras pero no todos fueron honestos, tres robaron algunas piedras, los tres también murieron días después”. recordó.
Pepe estaba ya muy asustado, siempre fue miedoso y además era muy chico, pero a mi papá no le importó y siguió contando.
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“Un hombre se cayó de su caballo al día siguiente del entierro, su pie se atoró en la silla y su cabeza quedó destrozada por las patas del animal, el segundo, borracho cayó en un pozo, fue encontrado podrido días después y el tercero se colgó de un árbol”.
Aristeo nos miraba de lejos, a lado de su oro
Esperaba que mi papá soltará una carcajada y que nos dijera que nos había engañado pero apenas terminó de hablar y con fuerza nos jaloneó, nos revisó las bolsas de los pantalones, quería asegurarse de que no lleváramos ni polvo de esa tumba.
Llegó temprano el atardecer, la faena ya había acabado y la gente comenzó a irse a sus casas que donde la luz de las velas los esperaban.
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Papá, como siempre, caminaba adelante de nosotros, yo lo seguía, cuando sentí que Pepe me jalaba del brazo, me giré para verlo y otra vez su manita señalaba para la tumba de oro(…)ahí estaba Aristeo mirándonos al lado de unas piedras que de repente, lanzaban destellos. Concluye quien narró a EL SOL DE TAMPICO esta leyenda de Veracruz.