Siempre me sentí diferente. Cuando era niña, me daba sueño en la escuela y no me gustaba saltar como las otras niñas. Traté de adaptarme, usar la misma ropa, interesarme en sus juegos, pero me resultaba muy agotador. Prefería leer el diccionario por diversión. Terminé dejando la escuela en la enseñanza media, sin dar las pruebas finales.Simplemente no era capaz de entender lo que intentaban enseñarme.
El ambiente me despertaba incómodas sensaciones: la luz era demasiado fuerte, había bullicio y mucha gente. Creé mis propios patrones de comportamiento que me tranquilizaban, como guardar la ropa según los colores. No tenía necesidad de mantener amistades. Podía pasar un año sin conversar con mis padres o tíos.
Recibí varios diagnósticos equivocados. Terminé enviciada en remedios prescritos por los médicos y, a los 23 años, me internaron en una clínica de rehabilitación. A los 45 años, mientras me hacían un examen, me quejé de que había demasiada luz y una comprensiva enfermera me dijo con toda naturalidad: “Tranquila, estoy acostumbrada a tratar a personas autistas”.
Era el año 2015. Al principio, pensé que la enfermera se engañaba conmigo, pero luego investigué más sobre el trastorno y fue como si una lámpara se encendiera. Pedí hora con un psiquiatra y fui sola, sin mi marido. Después de una larga conversación, el médico confirmó la sospecha. Luego de unos días, me envió un informe de diez páginas para explicar mejor mi caso. Esas 2.432 palabras comprobaban que yo era una más entre los 700 mil autistas del Reino Unido.
Hay muchas mujeres autistas erróneamente tenidas como bipolares, limítrofes o hipocondríacas, formalmente tratadas con medicamentos que no necesitan. Si alguien me hubiera mencionada antes “autismo”, habría pensado en el personaje de Dustin Hoffman en la película Rain Man. Yo misma no encajo en ningún estereotipo. Soy periodista, mi trabajo es comunicar, me gusta la moda y soy vanidosa en varios aspectos, y eso no es algo que estamos acostumbrados a ver en un autista.
Es valioso conocer quiénes somos realmente, pertenecer a una comunidad en la que nos encontramos que otros semejantes a nosotros. Con el diagnóstico, empecé a verme como parte de algo. Mi familia reaccionó de forma tranquila a la noticia. Mis hijas, que ya eran adultas, se interesaron mucho y empezamos a conversar sobre el trastorno. Mis dos hijos, no se interesaban más que en skate y juegos de computador. Uno de ellos comentó: “¡Genial!, ahora podemos ir a jugar cartas en Las Vegas”.
Recibir el diagnóstico a los 45 años puede ser menos estresante que siendo joven, porque la personalidad ya está consolidada. En el caso de una niña de 2 años, los padres se quedarán preocupados, sin saber que significará para su vida adulta, pero yo tuve la certeza de que seguiría siendo la misma madre y esposa de siempre.
Hoy me veo como una autista exitosa, en lugar de esa persona neurotípica que estaba fallando. Ya pienso en escribir mis memorias. Ser escritor es la profesión óptima para alguien que tiene autismo: usted no necesita despertarse a las 8 de la mañana e ir al escritorio todos los días.