Entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y los comienzos de los años 1970, la abundancia de petróleo ayudó a crear la idea de que viviríamos una era de progreso ilimitado, impulsada básicamente por el combustible llamado entonces “oro negro”. Desde los automóviles que llenaban las calles hasta los cohetes que llevaron al hombre a la Luna, toda la industria encontraba en el petróleo una fuente infinita de riquezas.
Pero la fiesta se interrumpió bruscamente en 1973, cuando los países árabes -principales responsables de la producción de petróleo para el mundo- aumentaron drásticamente el precio del barril en un 400 por ciento. Además del pandemonio causado por la súbita escasez del producto, el nuevo escenario puso en duda la idea del crecimiento continuo e irrefrenable de la civilización.
Enfrentados al grave problema económico y social que significó el cierre de la llave del vital combustible, los tecnócratas y políticos empezaron a repetir como un mantra el lema de que la humanidad encontraría nuevas fuentes de energía y que, en un plazo máximo de cincuenta años, ya no dependeríamos del petróleo para que el mundo continuara en marcha.
Desde entonces, ese optimista plazo se fue postergando década tras década. Recién ahora, por primera vez la profecía está empezando a convertirse en realidad, y los motivos son, en realidad, completamente distintos a los que se proponían en el pasado. A lo largo del siglo XX, los analistas de riesgo preveían que la cadena productiva podía colapsar como resultado de un conflicto armado.
Eso fue justamente lo que estuvo a punto de ocurrir durante la Revolución Iraní, que en 1979 provocó un segundo impacto en el precio del petróleo a nivel mundial. El fenómeno volvió a repetirse más tarde con la Guerra del Golfo Pérsico, en 1990, cuando Irak invadió Kuwait y Estados Unidos se vio obligado a intervenir militarmente para terminar con el conflicto y recuperar el valioso petróleo del Medio Oriente.
Los analistas pronosticaban también al agotamiento de los yacimientos petrolíferos en la naturaleza, debido a la enorme demanda de los nuevos mercados consumidores, como China y la India. Sin embargo, la actual crisis del petróleo no se produjo a causa de las guerras entre los países productores ni a la falta del producto mismo. Las reservas alcanzan hasta para los próximos cincuenta años. Incluso se están desarrollando nuevas zonas y métodos de extracción.
El inédito cambio vino por otro lado: el deterioro climático del planeta. La subida indesmentible de los termómetros gatilló el inicio de una carrera tecnológica que se ha ido acelerando cada vez más, tras la meta de encontrar nuevas fuentes energéticas. El desafío se hizo más urgente después de que 195 países -con la excepción de Estados Unidos- firmaran un acuerdo climático internacional, en una cita cumbre sobre el tema realizada en París, en 2015.
Para cumplir ese compromiso de que el calentamiento global suba máximo 2 grados, el consumo mundial de petróleo deberá caer bruscamente a partir de 2020. La respuesta de la iniciativa privada ha sido lenta, pero progresiva. Por ejemplo, todas las más importantes compañías automotrices están desarrollando planes para la fabricación de automóviles híbridos -impulsados tanto por gasolina como por electricidad- o completamente eléctricos, y ya hay muchos prototipos circulando en las calles.
La fuente de materias primas utilizadas para mover la industria también ha cambiado. En 1973, cuando el cartel árabe hizo que el precio del barril se disparara a las nubes, el petróleo respondía por el 46 por ciento de la demanda mundial de energía. Cuatro décadas más tarde, la participación había caído a cerca de un 30 por ciento. Mientras que el gas natural, mucho menos contaminante, aumentó desde un uso mínimo hasta más de un 20 por ciento. Las fuentes de energías limpias y renovables, como la eólica y la solar, que antes ni siquiera existían, hoy alcanzan un 1 por ciento y tendrán un crecimiento vertiginoso en los próximos años.