Siempre me ha gustado observar el comportamiento humano, por ello en la primaria gustaba de sentarme en uno de los extremos del patio de recreo y observar cómo los niños fácilmente formaban un solo equipo y el que no estuviera en él hacía todo lo posible porque lo aceptaran; mientras que las niñas formaban grupos pequeños a lo sumo de 4 ó 5 donde siempre había una que ejercía sobre las demás alguna influencia, fuese por su forma de hablar, la ropa que usaba, las muñecas que tenía o cualquier cosa que presumir y que las demás no podían tener, lo que generaba entre ellas admiración y envidia.
Los niños conservaban su individualidad dentro del grupo, no trataban de parecerse a los otros pero sí mantenerse dentro del grupo y al ser solo un equipo, lejos estaban de criticar a otro equipo pues éste no existía. Los grupos de niñas gustaban de competir con los otros pero no deportiva ni intelectualmente sino por la belleza o por lo que tenían, así que las críticas y etiquetas de gorda, cuatro ojos, flacas, entre otras, eran lo común entre los grupos de niñas y poco importaba si las otras niñas eran inteligentes o no.
Los niños al contrario de las niñas calificaban de tontos o mensos a quien tuviera bajo rendimiento y quizá alguna vez se escuchaba un apodo como “gordo”, pero por lo regular era un mote de identificación más que con un fin peyorativo.
De estas observaciones aprendí muchas cosas, en primer lugar aprendí que a los niños se les enseña el sentido de la pertenencia en un grupo y el trabajo en equipo, lo que de hombres les sirve para acoplarse rápidamente a trabajar con otros hombres sin importarles las diferencias físicas y sin que éstas sean un obstáculo para que los consideren colegas.
A las mujeres nos enseñaron a competir entre nosotras y a no juntarnos en un solo equipo cuando las demás fuesen diferentes en cuanto a belleza o posesiones. Se nos enseñó a tratar de ser más bonita que las otras y a que las que están pasadas de peso, son inteligentes, usan lentes, pobres, no hablan de tal o cual manera o no van de vacaciones a donde otras van, deben ser excluídas del grupo.
Desde pequeñas nosotras mismas hemos sido nuestras peores enemigas, hemos competido estúpidamente por ser más bellas, más jóvenes, más ricas, tener más trapos o joyas que otras y en algunos casos hasta por ver quién tiene un mejor marido o los mejores hijos. Nos hemos autoetiquetado como la fea, la gritona, la solterona, la p...ta, la loca, entre otras linduras, y cuando un hombre nos engaña no lo culpamos a él sino a la mujer con la que nos engañó.
En una sociedad sexista, donde el machismo ha dominado por generaciones, seguimos observando la decadencia de nuestra autoestima como mujeres pues nosotras mismas nos hemos dado la categoría de objetos sin darnos cuenta, hemos creado una dependencia basada en la aprobación del hombre y es precisamente eso lo que nos mantiene a nosotras en la categoría de presa y a ellos en la de cazador. La falta de integración de un equipo único que no aprendimos de niñas, la creencia de que somos indefensas o de que si alzamos la voz somos “marimachas”, el seguir creyendo que el príncipe azul existe, la mentalidad sexista que nos inculcaron de niñas de que nosotras jugamos solo con muñecas y trastecitos, es lo que nos ha convencido en basar nuestra seguridad en la efímera juventud y belleza y sentirnos perdidas sin un hombre a nuestro lado o incompletas sin un hijo.
Simone de Beauvoir decía que no se nace mujer sino que se hace mujer y efectivamente, ser mujer es algo más que maquillarse, cocinar o tener hijos. Ser mujer es un acto de conciencia y autorrespeto y es saber que se puede ser compañera y amiga de otra más joven o más vieja, más bella o menos bella, más inteligente o menos lista que nosotras y formar ese club de Toby que los chicos formaban y así poder avanzar a una sociedad donde verdaderamente impongamos el respeto que merecemos.