El rey Jorge V de Inglaterra, abuelo de la actual reina Isabel, dejó algunas de las más famosas palabras dichas por figuras ilustres en su lecho de muerte. Sumido ya en la inconsciencia, de pronto se despertó en la mañana del 20 de enero de 1936 y le hizo una curiosa pregunta a su secretario particular, Clive Wigram: “¿Cómo está el imperio?”.
Wigram estaba leyendo el Times y un título en la sección Noticias del Imperio le había llamado la atención al rey moribundo, con sus pulmones intoxicados por el cigarrillo. “Todo está bien con el imperio, señor”, fue la respuesta tranquilizadora de Wigram. El rey le sonrió y cayó una vez más en el sopor de la cercana muerte.
La anécdota quedó para la historia, sobre todo por la piadosa mentira. Nadie mejor que Wigram sabía entonces que tanto el rey como el imperio estaban en sus últimos momentos. Mientras vivió, el rey Jorge tuvo clara conciencia sobre los límites del mayor imperio de la historia. En su auge, el Reino Unido abarcaba 35 millones de kilómetros cuadrados, siete veces más que el territorio del Imperio Romano.
A lo largo de su mandato hizo muchas visitas a diferentes lugares de sus vastos dominios. Uno de sus viajes más solemnes fue a Delhi, en 1911, acompañado de la reina consorte, María, para una ceremonia equivalente a la coronación como emperador de la India. “Muy cansado después de usar mi corona durante tres horas y media. Es tan pesada que magulló mi cabeza”, anotó en su diario personal, después de recibir el homenaje de marajás y otros príncipes de reinos independientes. Fue la última vez en que un rey usó tanto tiempo la gran corona de 6,170 diamantes, encimada por una esmeralda de 32 quilates. Hoy sólo puede verse y admirarse en el museo de la Torre de Londres, como un tradicional y ostentoso símbolo del “imperialismo”, una palabra forjada prácticamente a la medida para la Inglaterra de fines del siglo XIX. En la época moderna, la palabra fue readaptada para el modelo norteamericano de imperio y, aún más recientemente, para el surgimiento de China como superpotencia dominante. La explosión global china provoca siempre dos preguntas básicas: ¿tomará China el lugar de Estados Unidos? y, si así ocurre, ¿cómo será la vida bajo el imperio chino? Hasta ahora no existe una forma garantizada de hacer predicciones certeras, sea examinando las vísceras de animales sacrificados, como hacían los adivinos antiguamente, o sacando lecciones de la historia, como los analistas tratan de hacer ahora.
Sólo para recordar, ni los servicios de inteligencia de Estados Unidos, con todos sus enormes recursos y redes de información, fueron capaces de prever un acontecimiento tan monumental como la disolución pacífica de la Unión Soviética, el equivalente histórico a la explosión de una supernova en astronomía. Tampoco descifraron a tiempo los rastros dejados por los terroristas que hicieron caer las Torres Gemelas.
El ejemplo supremo del imperio tradicional, forjado por la fuerza de las armas, la anexión obligada de nuevos territorios y la ambición de un líder poderoso, sigue siendo Alejandro Magno, llorando por no tener más mundos que conquistar, antes de morir a los 32 años. Hoy, es un modo que está fuera del tablero de ajedrez mundial. El imperio norteamericano se basó en el poder económico, la estrategia política y el respaldo del predominio bélico.
La misma China no fue exactamente un imperio conquistado y mantenido en la punta de la espada, en el sentido tradicional en Occidente. “La nación que hoy identificamos como China, no existe desde hace mucho tiempo”, explica Howard W. Frech, autor del libro Todo bajo los Cielos. “A lo largo de la mayor parte de su historia, esa tierra gobernada dinásticamente ni siquiera se reconocía como un país, muchos menos era visto como tal por sus vecinos. Por casi dos milenios, la norma para China, desde su perspectiva cultural, era el concepto de tian xia: un dominio natural sobre todo lo que existía bajo los cielos”.