No les niego que batallé para escribir el nombre correcto. Pero si sé que todos y todas sabemos a que me refiero cuando lo menciono.
Su color, su aroma, es inconfundible. Y cuando lo vemos en macetas, en ramos, en los super, en los rodantes, sabemos que estamos cerca del Día de Muertos y de inmediato recordamos a los que nos faltan.
En mi caso, recuerdo el altar de muertos que ponía mi madre y que ahora pongo yo y que espero que mis nietas lo pongan cada año en sus casas. Entre verla escoger las fotos que pondría de cada uno, comprar las veladoras, preparar la comida favorita de cada uno, sus gustos especiales, los tamales para la abuela, la manzana que mi padre comía a diario, su cerveza, los dulces para mi sobrino, el pastel para mi hermano.
Y nuestra ida al rodante para comprar mandarinas para colgar en el arco, el papel picado, sacar los manteles y las maravillosas flores amarillas naranjas con ese olor tan especial y que de alguna manera festejaban la vida de los que ya se habían ido.
El agua, la sal, el camino, la cruz, la Virgen…
Ahora sin ella, su altar se confunde con el mío, el nombre en los manteles de papel, las catrinas, las calabazas que guardo y solo saco para eso, las veladoras, más retratos porque me faltan más. La ayuda de Paty mi fiel compañera, cocinando lo que cada uno prefería, la concha blanca para mi madre, su café con leche y harta azúcar, el pan de muerto, el chocolate. Flores blancas para nuestro niño con su juguete, el amado Pikolín y el infaltable recuerdo de los que nos faltan y que produce el nudo en la garganta.
Y siempre, siempre, la flor de los veinte pétalos, con el olor inconfundible que cuenta la tradición es lo que atrae a los muertos a visitar el altar. Flores amarillas por todos lados, en el camino que ponemos de la entrada al altar, en el arco que resguarda las ofrendas. La mundialmente conocida flor: Cempasúchil.
No hay altar que no la tenga y que resguarda su leyenda, la historia de Xóchitl y Huitzilin, enamorados desde niños que todos los días subían a la montaña dedicada al Dios del Sol y le llevaban flores. Pero un día Huitzilin tuvo que ir a la guerra y murió. Xóchitl le pidió a su Dios que la librara del sufrimiento y la reuniera con su amado. El dios dejó caer sus rayos sobre ella y la transformó en una flor de amarillo intenso, luego un colibrí se posó en el centro de la flor y esta abrió sus 20 pétalos y expidió un olor intenso. Eso cuenta la leyenda.
No olvidemos a nuestros muertos, honrémoslos con esta hermosa tradición.