/ domingo 1 de mayo de 2022

Si todos los niños...

“El futuro de los niños es ahora, mañana será demasiado tarde”:

Gabriela Mistral

Para Michelle, Ivana y Regina

Hay una anécdota que narran los monjes del Monasterio de Montecassino, en el sur de Italia. Es acerca de un niño de dos años cuya voz, según dicen, todavía resuena como un eco magnífico en los venerables muros de ese convento, preguntando curioso y tenaz a los frailes: “Oye, dime, ¿quién es Dios?”.

Se afirma que el inquieto filósofo en ciernes era Tomás de Aquino, un santo e igualmente genial teólogo medieval cuya época llenó con la tradición aristotélico-escolástica, que en algunos lugares aún se estudia. Toda la obra de Tomás es un canto magistral al misterio de la divinidad, y una historia mística cuenta que Dios mismo la elogió por la profundidad de su pensamiento que sobre Él había expresado, nacido desde entonces con aquella ingenua, pero singular interrogante. Ojalá que todos los niños de la tierra tuvieran esa misma posibilidad. Que pudieran indagar sobre sus raíces estelares con el asombro sencillo de una pregunta trascendente, y a través de su mirada inocente, lograran entonces descubrir la maravilla que se esconde en ese mundo colorido que de pronto les deslumbra y constituye la esencia misma de su afanosa búsqueda por el sentido de su vida. Pero desgraciadamente no es así.

Los niños de muchas regiones de África, de Palestina o Haití, tienen otro tipo de cuestionamientos que nos deberían estremecer el alma. “Oye, dime, ¿qué es el pan? ¿qué es un juguete? ¿cómo es una madre? ¿qué es un hogar?”. En sus frágiles cabecitas no existen espacios para otras preguntas más definitivas. Sólo hay interrogantes inmediatas, que para otros niños tienen respuestas rápidas, certeras y sin complicaciones.

Es fácil contemplar a nuestros hijos felices en sus hogares y no pensar siquiera en la existencia de otros en desventaja. Nuestro horizonte muchas veces se cierra en lo que observamos alrededor de nosotros y las circunstancias diferentes y difíciles que viven los demás, o las ignoramos o simplemente pretendemos que no existen.

Nos angustia ver a nuestros niños llorar o sufrir a veces y no pensamos que esa es la vida normal de otros que no nos son tan cercanos y que vemos distraídamente en los calles, pobres saltimbanquis marginados con sus manitas extendidas observando nuestra mirada desaprensiva, criaturas desvalidas ante un mundo que contempla impasible su desventura. No queremos creer que para ellos la vida es sólo eso, un llanto interminable en su cruel y doloroso valle de lágrimas. Y se desdibuja en nuestra mente el rostro del niño hambriento, perseguido, maltratado, el inmigrante despreciado, el que no tiene quien lo defienda, le enseñe a rezar o cure sus heridas.

Millones de niños mueren antes de cumplir siquiera dos años. Algunos no pudieron decir ni una sola palabra. Si hubieran podido hacerlo seguramente habrían dicho: "Oye, dime, ¿qué es el amor, qué es la ternura, el abrazo y la alegría?” En sus rostros desencantados no se dibujará jamás una sonrisa, o una plegaria saldrá de sus labios o un te quiero. Son sólo sombras de un limbo terrenal, tibios rescoldos sin la redención de la lumbre, anhelos marchitos y muertes proclamadas por la indolencia del que ignora que en esas vidas incipientes se encuentra el destino de la humanidad. Si todos los niños del mundo tuvieran lo que para ellos reclaman en sus largas pero muchas veces vacías declaraciones los jerarcas de esta tierra, los poderosos y los políticos en esas reuniones cumbre donde discuten sobre su hambre y su soledad, y enseguida hicieran algo para remediarlas, el futuro del planeta sería diferente. Pero los niños no viven de declaraciones, ni de comités, ni de reuniones internacionales en las que todos ellos invierten su tiempo, sin al final hacer nada para rescatarlos de esa su posición de debilidad, los niños seguirán en su marginación mientras ellos olvidan con necia indiferencia la responsabilidad que para con sus aún pequeñas vidas tienen.

Los niños, en su indefensión, necesitan de nuestra mano compasiva, no de nuestra absurda manipulación; de nuestro cariño, no de nuestras especulaciones y de nuestra cercanía, no de nuestra política. Deberíamos ser cómplices en la consecución de sus sueños, almas piadosas sobre esa desnudez que criticamos, pero que además debería indignarnos, incansables luchadores que reivindiquen para ellos el derecho inalienable que tienen de perseguir la felicidad, inscrita tenazmente en su inocente corazón, desde ese día en el que les invitamos a participar de la vida.

Alguien dijo que no son los adultos los que hacen adultos a los niños, sino que son los niños los que hacen adultos a los adultos. Cuando las comunidades humanas dejan de lado esto, es que han sido rebasadas por el egoísmo, olvidando que en ello su misma supervivencia está en entredicho. El día que todos los niños del mundo tengan paz, amor y pan, y además la certeza de nuestra comprensión para edificar su futuro, entonces habremos rescatado la mejor parte de nosotros mismos y el corazón humano podrá conocer todavía la esperanza.

Porque, lo queramos o no, en esas manos ahora endebles está el destino de esta humanidad que por siglos ha evolucionado hacia la vaga comprensión de su mundo y hacia cierta forma de raciocionio, pero que ha sido ciega para los requerimientos de su corazón. Porque finalmente no hemos entendido que, como escribió W. Wordsworth, “el niño es el padre del hombre”.