Cuando un dedo señala la luna, sólo los miopes miran el dedoConfucio
Uno de los futurólogos más eminentes de nuestro tiempo, Joel Barker, afirma que sólo teniendo una poderosa visión de nuestro futuro, es que podremos hacer de nuestro mundo un lugar en verdad maravilloso.
Por eso es una imprescindible condición del ser humano vivir proyectándose en ese futuro, porque finalmente el tenerlo siempre presente será su salvación, aun en los momentos más difíciles de su existencia.
Esto pareciera contradecir la lógica impecable de quienes nos invitan a disfrutar el momento, ya que el pasado no existe más y es necio preocuparnos por él, y el futuro aún no ha llegado y es inútil poner nuestra esperanza en lo que todavía es incierto.
Pero esta lógica, que por otra parte es una bella y retórica forma de invitarnos a vivir plenamente cada instante, ya que como dice el poeta latino Horacio, “disfruta el día, no te fíes del inesperado mañana”, es también una verdad incompleta, puesto que todos sabemos que el presente se construye desde el pasado y el futuro desde nuestro propio presente. Y por eso el actor humorista George Burns, decía sarcástico que el futuro es importante, porque todos deberemos pasar ahí el resto de nuestras vidas. Por relegar el futuro muchas cosas indeseables nos han acontecido, que ahora son amenazas reales para la naturaleza humana. Cuando desaprensivamente dejamos de lado lo que constituye nuestra más firme esperanza de permanencia: nuestros niños, nuestros sueños;, las personas a quienes amamos y hasta al mismo planeta en que vivimos. Cuando no compartimos los recursos, ni cuidamos la energía y no nos preocupa hacer algo por los demás, hemos olvidado el futuro. Relegamos el futuro cuando ignoramos que éste depende de lo que en el presente hagamos. Cuando no acabamos aún de contar las víctimas de una guerra y ya comenzamos otra. Cuando depredamos inmisericordes lo que las generaciones venideras esperan recibir en forma de empleo, educación y capital social para vivir sin onerosas hipotecas el mañana, o al menos como lo vivimos nosotros. Y cuando dilapidamos lo que todavía tenemos, simplemente porque ahí está y podemos hacerlo. Por olvidar el futuro hemos privilegiado los escenarios globales como si fueran panaceas para las vidas personales, aunque eso sea una dolorosa falacia para tantos desheredados de esta tierra.
Por hacer a un lado el futuro hemos aumentado los gastos de armamento y disminuido el de hospitales y escuelas con deplorable inconsciencia; hemos preferido subsidiar la riqueza con la que se especula en el mercado en lugar de ayudar al campesino pobre, al obrero, al indígena y a la mujer que trabaja, pensando de una manera egoísta, en la propia conveniencia.
Relegamos el futuro cuando mercantilizamos algunos aspectos de la vida de los que en verdad depende el mañana, tales como el amor, la inclusión y la empatía; cuando hemos intentado manipular el genoma humano, sin pensar en las posteriores consecuencias que ello puede acarrear para el ser pensante; cuando tecnificamos nuestras vidas para proporcionarnos más confort, aunque ello signifique costos elevados para mañana y nos olvidamos de lo que es realmente esencial, lo único capaz de dignificar la naturaleza humana, como la cultura del espíritu, la bondad del corazón y la lógica del servicio. Por relegar el futuro hemos transigido con la violencia que mañana golpeará a nuestros hijos en el rostro; hemos guardado silencio ante la agresión sistemática contra la vida ajena, la dignidad de la familia y la de los demás y seducidos por la tentación de lo novedoso en lugar de lo trascendente, nos hemos dejado seducir por el oropel brillante de lo que sólo deslumbra, pero no nos proporciona luz en nuestro camino. Y así hemos saqueado nuestro entorno, contaminado nuestros mares y nuestros ríos, hemos depredado las especies y arruinado nuestro aire y nuestra agua que constituyen nuestro hábitat común, pensando en el “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, que decía Pablo. Aunque con ello hayamos dejado huérfanos de toda esperanza a quienes vendrán después de nosotros. Pero si tuviéramos presente el futuro, no permitiríamos que todo esto sucediera. Seríamos participativos, no excluyentes; aprovecharíamos cada espacio para buscar acuerdos, consensos y solidaridad. Trabajaríamos para vivir, y no al revés.
Nos comunicaríamos más, seríamos justos y compasivos, nos integraríamos a las escuelas de nuestros hijos, a nuestras iglesias y a nuestras comunidades, Y así podríamos darles a ellos el futuro que merecen y que por egoísmo les estamos literalmente arrebatando. Otro futurólogo, Alvin Toffler, escribió en los años setenta del pasado siglo que si el hombre continuaba con esa loca carrera que había emprendido en pos de lo fugaz y lo caduco, y en contra de lo trascendente, sin duda el futuro llegaría un día, pero para destruir todas sus ilusiones.
Y no hay que ser un eminente futurólogo como él para entender que, si no pensamos más positivamente en el futuro, éste sin duda llegará, pero amenazante y cruel a cobrarnos la factura. Lo que, por desgracia, ya está sucediendo.
Es por eso que los hombres debemos pensar más imaginativamente acerca del futuro que deseamos para nosotros y para nuestros hijos, y comenzar a diseñarlo desde el presente que ahora tenemos y con la perspectiva del ser humano que somos, inteligente e inmortal, pero conscientes de que es capaz también de construir o destruir ese futuro, al que los demás legítimamente aspiran y al que todos tenemos derecho.