Fue Aristóteles quien afirmó que, por su misma naturaleza, el hombre es un animal político y social. El filósofo por antonomasia estableció de esta forma que, como si formara parte de su código genético, el quehacer político está fuertemente inscrito en el espíritu del hombre y por lo mismo su misión fundamental consiste en el servicio ofrecido a través del poder, lo que de no realizarse lastimaria una parte importante de nuestra misma esencia humana.
Por eso, la filosofía que sustenta toda política debería tener como misión básica que, quien pretenda empeñar sus energías en ella, se empeñe, primero que nada, en el servicio a cambio del mandato que se le dio para ejercer el poder. Si dentro de la naturaleza primordial de toda acción política está la búsqueda y la obtención de ese poder, lo que en realidad le da trascendencia a esa legítima y noble aspiración es emplearla para servir a los demás mediante el prudente, justo y adecuado ejercicio de él.
Pero la creencia de los políticos (que no de la política) es a veces, por no decir que casi siempre, muy diferente. La obtención y la conservación del poder se convierte en lo fundamental, por no decir en lo único, que se persigue. Y la actitud de servicio queda supeditada y dependiente entonces de otras circunstancias distintas a esa irrenunciable vocación de servir, lo que constituye la peor desgracia del manejo que de la política hacen algunos políticos. Esto podría haberse justificado en tiempos de Maquiavelo, por lo tortuoso que era en esa época el empleo del poder por parte de los príncipes, pero “el fin justifica los medios” (supuestamente expresión no comprobada de él) ya no debería existir en nuestra era postmoderna, en la que la transparencia y la credibilidad absoluta en los políticos debería ser un mandato ineludible e inaplazable.
Desafortunadamente la falta de pulcritud y los graves niveles de opacidad que algunos políticos manejan han ido convirtiendo a la política en una actividad poco creíble y aceptable, a despecho de ella misma, y por lo tanto muchas veces desacreditada, con excepción de algunos que, fieles a su verdadera vocación, con sus actos a favor de los demás, honran su mandato y su noble tarea.
Tal vez nada ilustre mejor la pobre concepción que de la política a menudo se tiene (o tal vez sería mejor decir de los políticos) que esta historia que se narra sobre Kruschev cuando fue elegido Primer Ministro de la desaparecida Unión Soviética.
Cuando asumió el poder, su política se basó desde sus inicios en desmitificar la figura de Stalin, quien, como se sabe, había sido un genocida de su pueblo. Casi cada reunión de la Duma, encabezada por él, se había empleado para hablar de los métodos de eliminación, usados por Stalin, en contra de sus enemigos políticos. Pero un día, una voz desde lo lejos lo increpó, preguntándole dónde estaba él, cuando todos esos lamentables sucesos acontecían. Kruschev, muy serio, preguntó quién era el autor de ese cuestionamiento. Nadie se atrevió a responder. Preguntó de nuevo sobre el autor de la denuncia. Y otra vez hubo un silencio total. Entonces Kruschev sonriendo contestó: “Estaba en el mismo lugar donde estás tú ahora”. Así entendemos claramente porqué un pensador moderno, André Bethiaume, afirmó que “todos llevamos máscaras. Pero a algunos se les ha pegado tanto a la piel, que ya es imposible separarlos de ellas”.
Sin embargo la verdad es que, cuando hablamos de política, hablamos de un oficio superior, que en sí mismo tiene la virtud de transformar la sociedad y buscar el bien común. Por desgracia esto no siempre sucede, cuando hablamos de los políticos. Aquí nos enfrentamos a un paradigma radicalmente diferente: es como tener delante al protagonista de una novela barroca. Pareciera que por su naturaleza el ser político, ser simulador, convenenciero y sobre todo ambiguo, cuyo doble discurso es casi el común denominador de muchos, desnaturaliza la esencia misma de su quehacer.
Es cierto, sin duda debe ser complicado practicar la actitud de servicio donde parecería que casi nadie aprecia esa virtud, y aun más donde se hace mofa de ella. Por eso un cambio en la cultura política debe darse ya, si no queremos que la simulación y la mentira sigan siendo el motor de la historia de una sociedad con pretensiones de progreso. El pueblo es cada día más consciente y rechaza y castiga el engaño como mejor sabe, y es absteniéndose de dar su aprobación a quien todavía lo ve como un niño tonto, fácilmente engañado con un dulce, una despensa o una promesa vana.
En la antigua Roma, los candidatos a Senadores debían vestir una túnica blanca, que les distinguía de los demás ciudadanos comunes. En latín “candidus” significa blanco, y por ello aún ahora le llamamos candidato a quienes buscan un puesto político. Pero el sentido que el romano daba al uso de esta vestimenta era que el candidato podía exhibirse en público con ese atuendo particular, porque no tenía nada que ocultar y era tan puro en su conducta presente, como en sus intenciones y su pasado. Y por ello aspiraba a un puesto que, por su misma naturaleza, requería de esas condiciones de pulcritud y transparencia.
Ojalá nuestros candidatos hicieran honor al nombre con que les designamos, cuando afanosamente buscan representarnos, vistiendo sus aspiraciones con una conducta ética, pulcra y transparente, mostrando así que en verdad lo merecen.
Solo cuando ese día llegue, la política habrá recobrado para sí la profunda nobleza de su significado, como afortunadamente aún sucede con algunos y algunas que la honran con su vocación de servicio y su entrega a las causas del pueblo que en ellos confía.