No puedo, ni quiero sacarlos de mi mente. Ningún mar merece sus cenizas, ningún olvido rozarlos ni un mausoleo encerrarlos de por vida. Ellos viven en mí, en cada rincón de la memoria donde guardo sus risas, sus gestos, sus abrazos que siento tan cerca en esta época del año. No me resigno a dejarlos partir del todo, y tal vez, en esa resistencia, nace la esencia misma del Día de Muertos.
En México, la muerte no significa el fin, sino una continuidad. Es un puente entre lo terrenal y lo eterno, un lazo que jamás se rompe. Cada Día de Muertos, las casas se llenan de ofrendas: sal, pan, flores de cempasúchil, agua cristalina, manteles de colores, y esa comida que alguna vez disfrutaron. Cada detalle se convierte en un susurro de amor que les dice: "Aquí estás, aquí sigues, jamás te has ido".
La ofrenda no es solo un altar; es un abrazo que espera ser correspondido. Alrededor de ella, la familia se reúne en un rito compartido donde las ausencias se sienten presentes. En vida, mis seres amados fueron luz, y aunque ya no estén, siguen iluminando mis senderos. Sus sombras me cuidan en silencio, en esos destellos que aparecen cuando menos los espero, en los gestos cotidianos, en la música y en los aromas de las flores. Para nosotros, no hay mayor consuelo que saber que en la celebración del Día de Muertos, nuestras ofrendas se convierten en puertas que ellos cruzan. Al armar el altar, cada objeto tiene su razón: el cempasúchil que ilumina el camino, el agua que calma su sed después de tan largo viaje, los dulces y las comidas que disfrutaban en vida. A través de estos elementos, recordamos sus anhelos y sueños, y en ese acto de recuerdo, ellos vuelven a ser parte de nosotros.
Dicen que los perros, los "xoloitzcuintles" en la tradición prehispánica, acompañan a las almas en su travesía hacia el Mictlán. No me sorprende entonces que en la mirada de mis mascotas encuentre a veces el eco de esos seres queridos. Sus ojos reflejan la misma chispa, el mismo cariño, como si los espíritus de aquellos que amé se asomaran a través de ellos.
Cada vez que se acerca el Día de los Muertos, me apresuro a conseguir los elementos para la ofrenda, como si al colocar cada objeto en su lugar, pudiera garantizar su visita. Pongo sus fotos en el altar y, aunque me invade la nostalgia, también siento alegría. Sé que vienen, que están aquí, que compartimos una mesa más allá de la vida y la muerte. En ese altar, la distancia entre nosotros desaparece, y ellos, los que se han ido, vuelven a habitar este mundo por unas horas.
El Día de Muertos es una celebración que nos recuerda que la vida es breve, un peregrinar fugaz, y que el amor que construimos es lo que queda cuando ya no estamos. Mientras preparo la ofrenda, pienso en lo sagrado de cada momento, en cómo ellos, mis muertos, me enseñan a valorar cada día, a atesorar los abrazos, las risas y los besos que ahora tengo. Porque, al final, nosotros también seremos un recuerdo en un altar, esperando que alguien ponga nuestra foto y nos invite a regresar.
Mis amigos, mis amores, mis mascotas, mis muertos. Ellos regresan para recordarme que la vida es un instante, y que el amor, ese amor que los mantiene vivos en mi memoria, es lo único que realmente trasciende. Al final, todos seremos una historia contada entre cempasúchiles y velas, una foto en un altar, un suspiro que cruza los siglos.
Pero hasta entonces, vivamos con el corazón lleno, sabiendo que esta conexión nos unirá para siempre.
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RE-GENERACIÓN 19