Hace unos días se cumplió un aniversario más del lanzamiento de las bombas sobre poblaciones civiles en Japón, cuando por primera vez el Hombre tuvo el poder para destruir el planeta. Sobre el desarrollo de esta arma, capaz de matar a cientos de miles de personas en un instante, y de quienes intervinieron en ello, hablaremos en esta ocasión.
En 1939, cuando se vislumbraba el inicio de otra guerra mundial, el físico Leo Szilard, entre otros científicos, convenció a Albert Einstein de que dejara a un lado sus principios pacifistas y enviara una carta al presidente de los Estados Unidos de América, Theodore Roosevelt, pidiéndole que iniciara un programa de investigación para la fabricación de una bomba atómica. En ese momento no obtuvo el eco esperado, ¿para qué querían los norteamericanos una bomba de ese tipo? Sin embargo, el bombardeo de Pearl Harbor por parte de los japoneses cambió todo.
Lo anterior dio origen al Proyecto Manhattan, que agrupó a los mejores cerebros de la época, dirigidos por el científico Robert Oppenheimer, con el fin de construir la bomba atómica. La fábrica se instaló en Los Álamos, Nuevo México, mientras que en Oak Ridge, Tennessee, se producía uranio-235; y plutonio en los reactores nucleares de Hanford, Washington.
Se diseñaron y construyeron dos tipos de bomba: una de uranio y otra de plutonio. Sobre el correcto funcionamiento de la primera, los científicos estaban completamente seguros, pero no sobre la segunda, por lo que tuvieron que probarla. El 16 de julio de 1945, en el desierto de Nuevo México, nació la Era Atómica, con la detonación de la primera bomba de plutonio.
EL PILOTO
Paul Warfield Tibbens Jr. nació el 23 de febrero de 1915, en Quincy, Illinois. Su padre era comerciante y educó a su hijo con una férrea disciplina. Su madre, Enola Gay Haggard –nombrada así en honor del personaje de una novela que leyó su padre poco antes de que naciera–, era más benévola. A los doce años la familia se muda a Miami. En cierta ocasión Tibbens es llevado a dar un paseo en avioneta, con lo que queda maravillado y decide ser piloto. Aunque su padre quería que fuera médico, su madre lo anima a perseguir su sueño.
Después de asistir a la Universidad de Florida y a la Universidad de Cincinnati, ingresa a la Fuerza Aérea en 1937. Participó como piloto en múltiples misiones de bombardeo en Europa y el norte de África. Debido a su experiencia, en septiembre de 1944 fue seleccionado para adiestrar al Grupo 509, el cual se encargaría de arrojar las bombas atómicas. Desde el inicio estuvo al tanto de la naturaleza secreta de la operación y de su gran importancia.
En el verano de 1945, Tibbens se trasladó, junto con el Grupo 509, a Tinian, en las Islas Marianas. Ante la negativa de Japón de rendirse, se realizaron los preparativos para arrojar una bomba de uranio. El 6 de agosto de 1945, despega, junto con los once miembros de su tripulación, en el bombardero Enola Gay –llamado así en honor a su madre– con el fin de lanzar la bomba en Hiroshima.
Tibbens nunca mostró arrepentimiento por su participación en el lanzamiento de la bomba atómica. Fue condecorado en distintas ocasiones y recibió el reconocimiento general. Decía que había contribuido a salvar más de un millón de vidas –el cálculo de bajas que hubiera ocasionado una invasión a Japón–. Paul Tibbens falleció el 1 de noviembre de 2007, en Columbus, Ohio. Sus restos fueron cremados, por temor a que su tumba fuera vandalizada.
HIROSHIMA Y NAGASAKI
La mañana del lunes 6 de agosto de 1945 era tranquila en la ciudad de Hiroshima, en Japón. A las 7:09 am sonó la alarma antiaérea: casi nadie le hizo caso, era la hora en que un avión meteorológico norteamericano sobrevolaba la ciudad. A las 8:15 am, el bombardero Enola Gay soltó la bomba atómica de uranio, desde una altura de 9467 m. La bomba, bautizada como Little Boy (Chiquillo), de 71 cm de diámetro, 3.6 m de largo y 4080 kg de peso, estalló a 580 m del suelo, cerca del puente del río Ota.
La explosión inflamó el suelo debajo de la bomba y elevó la temperatura a 5000 grados Celsius. Volatizó a miles de personas en fracciones de segundo. A las que se encontraban más lejos les arrancó la piel y la ropa. Derrumbó cientos de manzanas de oficinas, fábricas y viviendas, con lo que quedaron sepultadas miles de personas bajo escombros incandescentes.
La bola de fuego se transfiguró en un hongo, ascendió, se enfrió, y sus vapores se condensaron. En ese momento comenzó una lluvia negra de pesadas gotas, portadoras de la radiación que cobraría miles de víctimas. El presidente Harry S. Truman dio la noticia al día siguiente, y anunció: “Si ahora los japoneses no aceptan nuestras condiciones, que esperen una lluvia de destrucción como no se vio nunca antes sobre la Tierra”.
Como los japoneses no se rindieron, los norteamericanos decidieron lanzar una segunda bomba atómica –de plutonio, en esta ocasión–. La primera ciudad elegida era Kioto, pero se decidió respetarla por su simbolismo y belleza (el secretario de guerra de los Estados Unidos, Henry L. Stimson, había pasado allí su luna de miel). La segunda ciudad elegida fue Kokura, pero las nubes –no existía una buena visibilidad esa mañana para arrojarla– decidieron que la bomba fuera lanzada sobre Nagasaki.
La bomba de plutonio, bautizada como Fat Man (El Gordo) medía 3.25 m de largo, con un diámetro de 1.5 m. Pesaba 4540 kg y su potencia destructiva, de 20000 toneladas de TNT, era mucho mayor que la bomba de uranio. A las 10:56 am del 9 de agosto de 1945 sonó la alarma antiaérea en Nagasaki, pero pocas personas creyeron necesario entrar en los refugios. A las 11:01 se soltó la bomba, desde 8800 m de altitud; estalló a 500 m arriba del distrito industrial y residencial de Urakami.
Aunque las cifras calculadas varían, se estima que, como producto de las dos bombas atómicas, murieron alrededor de 240,000 personas, ya sea por la explosión, o como consecuencia de la radiación varios meses después. Aunque los ataques con bombas incendiarias a Tokio produjeron más bajas que la primera bomba atómica, el horror de Hiroshima perdura hasta la fecha.
Al conocer que un nuevo tipo de arma, con una potencia destructora nunca antes vista, estaba en poder de los norteamericanos, el emperador Hirohito de Japón, convenció a los partidarios de la lucha a muerte de que no había otra opción más que aceptar la rendición incondicional.
CONCLUSIÓN
Aunque se ha justificado el uso de esas bombas atómicas sobre poblaciones civiles, como un medio para poner fin a la Segunda Guerra Mundial, previniendo así la pérdida de un millón de vidas, la Era Atómica ha supuesto un riesgo de aniquilación completa de toda la humanidad. El lanzamiento de una bomba atómica es algo que nunca debe repetirse. En palabras de un sobreviviente de Hiroshima: “Aunque quisiera olvidar lo que nos pasó, es necesario que siempre se recuerde el bombardeo atómico, para que esta experiencia nunca se repita”.
Para finalizar, podemos anotar que, al final de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados descubrieron que Alemania no hubiera sido capaz de desarrollar una bomba atómica.
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