El amor y la pasión es una de las actividades sacrosantas a las cuales ningún ser humano debe renunciar en ningún momento de su existencia y en la edad en que se encuentre, sea un joven adolescente o un veterano capaz de sentir y dar amor y pasión de alguna forma física o espiritual.
El amor subsidiado, es decir pagar por recibir amor, es una profesión milenaria, se le conoce como el oficio más antiguo del mundo. En la Biblia, incluso capítulos en donde se consigna la conducta insana de algunas damas que proporcionaban placer por algunas piezas de pan y al ser descubiertas eran sancionadas con una pedrea colectiva que les quitaba la vida.
No vaya usted a pensar, estimado lector, que esta es una colaboración ociosa y sin sentido, todo lo contrario, durante este diciembre me dediqué a leer algunos libros que tenía pendientes y que aprovechando las vacaciones y las bajas temperaturas me dediqué a leerlos y a terminar uno que ya tenía bastante avanzado de Jorge Volpi: “El Memorial del engaño”, que es una radiografía correcta de la forma desvergonzada y cínica como el sistema financiero internacional manejado por el consenso de Washington explota a toda la humanidad por medio de la economía, a quien le han otorgado una clasificación de ciencia, por lo tanto en consecuencia si no se cumple rigurosamente al pie de la letra nosotros los habitantes de esta sociedad globalizada estamos totalmente equivocados. Lo cual es falso, ya que el sistema económico global o la economía neoliberal sirve tan sólo para enriquecer a un pequeño núcleo de oligarcas insaciables y tiranizar aun más a la inmensa mayoría para que tan sólo viva con la esperanza de que algún día con su trabajo alcanzará eso que se llama pomposamente el sueño americano.
Leí también una novela de un periodista y escritor que es seguido desde hace mucho tiempo su trayectoria, me gusta su juicio crítico y me parece alentador y ejemplar para el periodismo en general su prosa culta, que ubica a las personas y las instituciones en su sitio que les corresponde, me refiero a Jorge Zepeda Patterson, quien obtuvo el premio Planeta con su novela “Milena o el fémur más bello del mundo”, el contenido económico de esta distinción que obtuvo Zepeda Patterson es nada más de 600 mil euros, casi la mitad de lo que le otorgan al Premio Nobel de Literatura.
Entre las lecturas que tuve a mi alcance descubrí la historia, interesante por cierto, de la primer madrota mexicana, o para darle mayor glamour al título de la primera madame que hubo en México. Su nombre es María Manuela Castrejón, nació en una casa de barro por los rumbos del barrio de Tarasquillo, que era una colonia abandonada fuera de los límites urbanizados que hoy conocemos como la Ciudad de México en el 1808.
Eran tiempos en que Napoleón Bonaparte tenía sometida a España y ya en México empezaba la inquietud independentista para romper las cadenas que nos tenían sometidos a España. En el barrio de la “Tarasquilla”, doña Manuela Castrejón estableció un negocio que le permitió consumar su independencia personal.
Según consta en las actas del ramo criminal del archivo general de la nación donde aparece su caso: Joven madre castiza, lavandera, de 39 años de edad, acusada por el delito de lenocinio, quien más tarde, durante su estancia en una Casa de Recogidas, alcanzó el puesto de presidenta de aquel lugar, que funcionaba como cárcel de mujeres.
Era casada, pero su marido estaba preso, por esa razón Manuela se inició en el oficio de la alcahuetería antes de cumplir los 40 años. Operaba por las noches llevando clientes a su propia casa, donde regenteaba a una prostituta española de 16 años, María Gertrudis Rojano. Sin embargo, su negocio tronó, por una vecina soplona que la denunció a la policía y fue detenida in fraganti.
Cuando los jueces preguntaron a Manuela por qué se portaba de ese modo, ella contestó que: “Había incurrido en esos excesos por su necesidad y hallarse su marido en la cárcel y no tener con qué sostener a sus hijos”. Explicó cómo se repartían sus ganancias: “De lo que me pagaban, si eran tres pesos le daba seis reales a la Castrejón, si eran cuatro y si era un peso, dos reales”; además la española Gertrudis tenía que pagarle a doña Manuela dos reales diarios para que le cocinara.
El 23 de julio de 1808 fueron juzgadas en la sala del crimen de la audiencia de México por los delitos de lenocinio y prostitución, quedando Manuela en “libertad apercibida”, mientras que la menor fue enviada a servir a una “casa de satisfacción” (supongo que una casa decente) bajo amenaza de que si volvía a incurrir en excesos se le castigaría con todo rigor.
La cabra siempre jala al monte, porque once meses después, ya en junio de 1809, doña Manuela fue aprehendida junto con Francisca, su hija, en una de las dos casas non sanctas que se encontraban en el callejón de la Condesa y en las que se prostituían mujeres menores de catorce años.
Inteligente doña Manuela como la mejor, negó todos los cargos que se le imputaban, pero por reincidir, los jueces de la sala del crimen la condenaron a cuatro años en la Casa de Recogidas, mientras que su hija Francisca fue puesta al servicio de una casa de honra donde cuidarían su conducta.
Tan sólo pasaron tres días de estar cumpliendo su condena, cuando María Manuela Castrejón encontró otra forma de satisfacer sus necesidades: fue nombraga presidenta de la cárcel de mujeres durante el cumplimiento de su castigo. Brillante esta dama, en 72 horas había pasado de madrota a presidenta de la cárcel, de los inmorales prostíbulos de arrabal a la obtención de un cargo público reconocido y remunerado, practicando inmediatamente el nepotismo logró que su hija Francisca fuera designada enfermera del mismo lugar bajo sus órdenes.
Eran los tiempos en ese entonces de que las fuerzas insurgentes comandadas por Hidalgo y Allende habían sido derrotadas y diezmadas en Aculco por el ejército virreinal, madre e hija solicitaron permiso para seguir trabajando en la Casa de Recogidas, aun después de cumplir su condena, bajo el argumento de que necesitaban para subsistir y mantener a su familia.
Se especula que después de cumplir su condena en 1814, doña Manuela -lavandera y lenona- se unió a las fuerzas insurgentes, donde se supone que tuvo dos destinos: “Morir en combate al consumarse la independencia, o volver a fungir como presidenta, pero de las recogidas de la calle.
De cualquier manera, su historia forma parte de los expedientes del crimen como la primera madame de principios del siglo XIX, y su oficio es evocado por todas las hetairas del mundo para ser repetido por los siglos de los siglos.
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