El maestro inspirador es aquel que, sin abandonar la maravilla de su paradigma que es enseñar, procura también que sus alumnos aprendan la sabiduría de vivir.
Es el que, sin dejar a un lado su admirable vocación de transmitir el conocimiento objetivo, se escucha un poco menos a sí mismo y sabe escuchar los sueños y las vivencias de los otros, que también tienen su propia historia.
Es el que sabe hacer de tal manera significativo y valioso lo que enseña, que quienes aprenden deseen hacerlo suyo, como una parte esencial de su propio tejido significativo, y puedan de esa manera entender el maravilloso sentido de su existencia.
El maestro inspirador es el visionario que ha sabido encontrar alternativas que logran hacer del aprendizaje algo apetecible y enriquecedor; que se permite explorar todas las formas posibles que le hacen aproximarse a sus estudiantes para establecer con ellos los vínculos que solo da el diálogo existencial, por el cual se comparte la aventura magnífica del conocimiento.
Es el que nunca ha permitido que la obsolescencia en sus métodos de enseñanza le toque, porque está siempre preparado para todos los retos que el privilegio de ser maestro supone. Y sabe también que eso no tiene que ver nada con la época, ni con el lugar o la escuela donde da su cátedra, sino con la conciencia de su propio valer y con la trascendencia de su misión.
El maestro inspirador tiene que enseñar a pensar antes que enseñar conceptos y contenidos, así como a procesar información más que a simplemente repetirla, porque de esta manera impulsará a sus alumnos para que aprendan a aprender y sepan además qué hacer con lo que saben, porque si no es así, de nada les ha de servir lo que aprendieron.
El maestro inspirador debe tener la habilidad de ayudar a sus estudiantes a sentir la fascinación que se encuentra en las ideas cuando son descubiertas por uno mismo. Debe conocer más de lo que sabe y comprender más de lo que conoce, porque sólo así podrá atreverse a educar y a enseñar a los demás, cómo es que se vive el asombro del hallazgo cotidiano, por encima de la adquisición del simple dato objetivo, por importante que parezca, porque este podrá ser adquirido de mil otras formas, lo que jamás podrá hacerse con la verdadera sabiduría.
El maestro inspirador tendrá también que aprender a usar nuevas herramientas que faciliten su quehacer, porque para entonces serán indispensables y no solo convenientes. No tendrá miedo pensar que pueda ser suplido por la tecnología, si establece claramente quién usa a quién. Aprenderá a manejar aquellos recursos que le permitan acercarse, incluso a quien se encuentre lejos, y hacer así que la búsqueda del conocimiento tenga un sentido incluyente, pero deberá tener presente al mismo tiempo que aún la técnica más sofisticada será solo medio y nunca un fin en sí misma, y por ello únicamente le servirá para diseñar senderos diferentes, pero siempre a través de la conciencia personal del propio valor. Y sabrá que en esa construcción debe ir siempre a la vanguardia, porque aún yendo por el camino correcto, si se detiene, será igualmente atropellado. Y sobre todo, nunca confundirá instrucción con educación, porque aún la innovación más sofisticada, y no tiene sentido humano, de nada nos servirá.
El maestro inspirador deberá creer en sí mismo y en su capacidad para rediseñarse constantemente con miras a la excelencia en la práctica docente; deberá creer igualmente en la casi ilimitada capacidad de sus estudiantes para ser algo más que simples oyentes o tomadores de apuntes y aceptar que trata con seres pensantes, cuestionadores, luchadores denodados en busca de la verdad y que por lo mismo no debe temer la interacción con ellos, fomentando el debate de las ideas. Y que ser flexible no le devaluará, sino que lo validará más ante sus ojos.
El maestro inspirador será consciente de que siempre sabrá menos de lo que es posible saber, y estará sin duda de acuerdo con el filósofo en que daría todo lo que sabe por tan solo la mitad de lo que no sabe. Deberá pensar así mismo en que no hay un solo camino para acceder a la cultura, siendo esta multiesplendente policromía que refleja la vida misma. Y que por eso, es verdad que información sin conocimiento, así como conocimiento sin sabiduría, no sirven de nada.
Por todo ello, el maestro inspirador deberá tener un acendrado cariño por lo que hace, encontrando inclusive una especial fascinación en la rutina de lo cotidiano, sin que ello signifique hastío. Será capaz de encontrar, incluso en el quehacer diario, una aventura que siembre de anhelos el espíritu del hombre y sentirá que su realización plena está en la satisfacción que da ayudar a los demás a descubrir sus propias potencialidades, juntamente con la conciencia de los valores que hacen posible la sana convivencia humana. Y que esta deberá ser al final la auténtica función prometeica de su vida.
El maestro inspirador es el que tendrá la habilidad de propiciar la socialización y convertirla en esfuerzo colaborativo; el que fomentará el respeto y la autoestima y presentará con gracia el seductor encanto que se encuentra en la lucha por borrar del corazón humano el duro y cruel viento de la ignorancia, a través de la comunicación y la empatía, haciendo que los demás pongan el horizonte de su vida en sus ojos, no en las cosas. Y es el que sabrá, claramente, que si infunde aliento en sus alumnos, ellos aprenderán a tener confianza; que si los alaba justamente, ellos aprenderán a apreciar, que si los respeta, ellos aprenderán a nunca condenar, y que si es constante y esforzado, les habrá demostrado con su ejemplo porque el esfuerzo vale la pena.
Nikos Kantanzakis escribió alguna vez que un maestro que inspira es el que se tiende como puente y permite que sus estudiantes lo usen para cruzar hasta la otra orilla y puedan así descubrir el esplendente brillo de la sabiduría que allá se encuentra. Pero una vez que se los ha permitido, es capaz también de ayudarles a construir sus propios puentes, y sean así sabios, pero también libres. Y esta es la verdadera recompensa del maestro inspirador que dedicó su tiempo y su energía a ser colaborador de esos gozosos constructores de puentes, siendo él mismo quien les enseñó cómo hacerlos. Porque el día de mañana, cuando ya no esté, no quedará ninguna duda de que su esfuerzo no fue en vano, cuando el mundo vea que sus estudiantes aprendieron efectivamente a construir los suyos.
“… un maestro mediocre, habla;
uno bueno, explica;
uno superior, demuestra;
solo uno excelente, inspira…”
William Arthur Ward