Desde el pasado 20 de este mes, la plataforma Netflix presenta en su catálogo la serie documental Nuestros océanos, narrada por el expresidente de Estados Unidos Barack Obama, el cual muestra impresionantes imágenes de la vida en los océanos y sus ecosistemas que corren peligros por las acciones del hombre y las crisis climáticas.
Ya en 2014, el suizo Matthias von Gunten nos mostró en su documental Thule Tuvalu/ Suiza 2014 cómo los deshielos del ártico han puesto en peligro a dos lugares geográficos distantes entre sí – separados 20 mil kilómetros-, Thule/ Groenlandia y Tuvalu/ Polinesia, con el monstruoso riesgo de que este último desaparezca debido al aumento de los niveles de los océanos.
Pero, aunque nos parezca lejana y extraña, Tuvalu ya tuvo una referencia cinematográfica: Tuvalu/Alemania-Hungría-1999, filme que a nuestro país llegó a verse solamente en alguna muestra de cine. Esta cinta es un cuento poético en verdad delicioso, original y entrañable. La historia de Anton/ Denis Lavant, el cuidador de una alberca que engaña al dueño ciego y padre de él, haciéndole creer que siempre está concurrida, cuando la realidad señala otra cosa: no va nadie, excepto Eva/ Chulpan Khamatova, una chica cuyo sueño es navegar.
Contada en blanco y negro y con escenografías al estilo del expresionismo alemán de los treintas, Tuvalu es un agasajo visual. El expresionismo alemán es una de las más grandes influencias que haya recibido el cine. El contexto lúgubre, de emancipación del color y la inmersión, por consiguiente en las sombras, hicieron de esta corriente artística un elemento indispensable para entender, por ejemplo, dos obras maestras: Nosferatu, de Murnau, y El ciudadano Kane, de Orson Welles. De allí que el director Veit Helmer impregne a su película de un hálito crepuscular, de ruina permanente para exponer una tesis interesante: en el cine fondo y forma pueden ser siameses.
Tuvalu es un país pequeño compuesto por ocho islas en la Polinesia. Tiene en total 24 kilómetros de costa y apenas once mil habitantes. Indudablemente el país Tuvalu sirvió de metáfora para el personaje de Anton en sus deseos intrínsecos por querer ir lejos de sus alcances geográficos, físicos y existenciales.
Veit Helmer urde una cinta homenaje al slapstick norteamericano, a Keaton, al primer Chaplin, y a la imaginería de la literatura escandinava. A través de villanos estereotipos (el hermano de Anton quiere quedarse con la piscina para construir centros comerciales futuristas) y de personajes edulcorados (el papá de Anton muere cuando un trozo del techo lo sepulta), amén de la infaltable historia de amor disfuncional (Anton ama a una primeramente distante Eva pero no sabe cómo manifestarle sus sentimientos).
Si ponemos en un contexto fílmico a Tuvalu, advertiremos que es una apuesta semiexperimental donde los cánones del héroe cinematográfico pionero están más que evidentes: tipos fracasados, limitados por un rol de marginados (vaya chamba la de Anton: cuidar la alberca y mantener “aparentemente” funcionando para que su padre no se amargue de la realidad brutal) y sujetos a las utopías como escape y disfunción ontológica.
Anton y Eva están unidos si no por un amor correspondido sí al menos por la soledad que los empata en una odisea que ya nada más pide carta de navegación: ir al mentado Tuvalu real para ser fundadores de una historia nueva, hecha a la justa medida de sus infortunios…