Ni los mafiosos más poderosos, ni los sicarios más abyectos, vamos: ni sus contradicciones bañadas de sensiblerías familiares pudieron acabar con Vito Coleone/ Marlon Brando en El padrino/ 1972. Pudo retirarse del emporio que había cimentado y dejárselo a su hijo Mihael/ Al Pacino para disfrutar las mieles de su vida privada y jugar con su nieto. Y es aquí, y disculpen el spoiler, donde el personaje de Corleone cumple con una paz espiritual nunca antes vista en su vida: vivir su etapa de abuelo.
Aunque Corleone no era una “perita” en dulce, dejó una enseñanza enorme en su rol de abuelo: tranquilidad de alma. Igualmente, en ese tono el cocainómano abuelo/ Alan Arkin (Óscar al Actor de Reparto por esta actuación) de la niña regordeta en La pequeña Miss Sunshine/ 2006, de Jonathan Daytony Valerie Faris, le enseña a ésta los pasos de baile algo obscenos para que los ejecute en un concurso de belleza.
Cosa contraria a la dulce abuela del reino de Genovia, la elegante Julie Andrews quien le hereda el trono a su nieta Mia Thermopolis/ Anne Hathaway en El diario de una princesa/ 2001, de Garry Marshall. O al tierno abuelo Joe/ David Kelly quien acompaña a su nieto Charlie a un recorrido mágico por la mansión del millonario excéntrico Willy Wonka/Johnny Deep en Charlie y la fábrica de chocolate/ 2005, de Tim Burton.
En nuestro México lindo y querido, el nombre de la actriz Sara García ha trascendido como el de “la abuelita del cine nacional”, por sus muchas películas en la que fungió como abnegada abuela, asunto que inició (contando con apenas 40 años de edad) en el filme Allá en el trópico/ 1940, de Fernando de Fuentes, en la que – se dice – García mandó extraerse 14 piezas dentales para darle veracidad a su papel de abuela venerable.
Ahora, ha habido versiones tocadas por lo fantástico donde los abuelos viven una experiencia maravillosa como en el filme Cocoon/ 1985, de Ron Howard, donde en un asilo una ancianos recobran energías cuales jóvenes al bañarse en la alberca de la lugar.
Pero también lo contrario, la realidad brutal, como el personaje de la tercera edad Kenji/ Takashi Shimura, en Vivir/ 1952, de Akira Kurosawa, quien no es abuelo pero es despreciado por su hijo y su nuera interesados sólo en la pensión de retiro de él. La película es una honda reflexión de un hombre sobre su inminente final debido a una enfermedad incurable que padece y que lo orilla a vivir cosas que él siempre quiso hacer y que no le permitía su trabajo de burócrata.
No está exenta la figura del abuelo de versiones o miradas frívolas o francamente ridículas como El abuelo sinvergüenza/ 2013, de Jeff Tremaine, Mi abuela es un peligro/ 2000, de Raja Gosnell, o Mi abuelo es un peligro/ 2016, de Dan Mazer, con un lastimero Robert DeNiro arrastrando su prestigio en una cinta insulsa cuyo protagonista es Zach Efron.
Sin embargo, hay filmes inteligentes, magistrales que han retratado la soledad y la dificultad que significa el abandono, por ley natural de vida, de los hijos para con los padres que se convierten en abuelos y adultos mayores. Uno de ellos es Estamos todos bien/ 1990, de Giuseppe Tornatore, con el gran Marcello Mastroianni en el rol de un anciano que decide visitar a sus hijos para constatar que sus vidas en realidad son miserables y alejadas de la maravilla que ellos le comunicaban a su padre viudo y solo.
El cine, hay que decirlo con todas sus letras, no tiene cabida ni para actores ni para roles de la tercera edad. Si acaso solamente en un entorno de sentimentalismo pivote para resaltar a protagonistas noveles y bellos como Glora Stuart quien era la longeva Rose Dawson (interpretada de joven por Kate Winslet) en Titanic/ 1997, de James Cameron, y que a sus 87 años fue nominada al Óscar.
Pocos roles existen para actrices o actores adultos mayores. Tres casos excepcionales: Jessica Tandy quien ha sido la actriz de más edad en ganar el Óscar, a los 80 años, y Judy Dench quien a su 85 años aún recibe oferta para papeles estelares. Y bueno, en México el caso del inmenso actor Ignacio López Tarso es de destacar quien sigue activo, tanto en cine como en teatro a sus 97 años y que por el momento el Covid- 19 ha detenido momentáneamente su trabajo histriónico.
Y es que desde tiempos inmemoriales, la soledad ha sido tema y temor. Pareciera, así, que el buen Cronos se sujeta a los dictámenes de los versos de Góngora y Argote: “… que tan sorda oreja tiene la soledad como el desierto”, y no atiende más que los prolegómenos mortuorios del Destino.
La soledad tiene monstruos que no necesariamente asustan. ¿Qué es la soledad que muchos la buscan? Quizá sea el oasis o la región salvadora de tanto desquicio y perturbación mundanos (“diablo, carne y mundo”, diría la monja jerónima por antonomasia).
Conforme uno crece la inocencia se va empolvando. En ciertos rincones de la memoria (y de la vida en sí) vamos arrumbando proyectos, actos y hechos que nos sirvieron durante el devenir de nuestro sino ontológico.
Siempre he pensado que el precio que pagamos por vivir es la edad que cumplimos. La vejez, contra lo que parezca, es el destino terrenal que tenemos y al cual deseamos llegar.
Si uno deja recuerdos, como las que dejaron Hansel y Gretel para no perder el camino de regreso, deja también añoranzas. Milan Kundera en su novela La Ignorancia hace una disección lingüística interesante de la palabra ignorancia: “En griego, ‘regreso’ se dice ‘nostos’. ‘Algos’ significa sufrimiento. La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar.
“En español ‘añoranza’ proviene del verbo ‘añorar’, que proviene a su vez del catalán ‘enyora’', derivado del verbo latino ‘ignorare’ (ignorar, no aber de algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia."
El dolor de la ignorancia pudiese ser aquello por lo que extrañamos el pasado, las cosas idas. No sé por qué tendemos a reconstruir el ayer como un paraíso cuando en realidad nos duele. Si nos esforzáramos por hacer el ejercicio de disfrutar el presente a lo mejor no nos dolería el pasado.
Para enfrentar al dolor hay que ser valientes. La soledad nos ofrece ayuda invaluable para eso que anota Manuel Altolaguirre: “es tu soledad valiente/ defensora de tu alma”.
Aun así, en la tregua que nos ofrece el tiempo de vez en vez, ¿qué es lo que uno extraña? ¿Qué cosas son las que se extrañan? Las que nos son amables, las que nos han revitalizado, las que nos han puesto frente a la contundencia de lo efímero. ¿Qué cosas son las que se extrañan? La vida que se va, pero, ¡vaya paradoja! Uno vive de sus muertos. Ellos, los que se nos adelantaron en el camino, nos constituyen, son partes de nuestra cartografía
Las cosas que se extrañan son las que no nos dejan nunca, ni aun en el dolor o la soledad, es decir: en la añoranza…