/ domingo 3 de diciembre de 2023

El cumpleaños del perro | La extraña confesión del Dr. Jekyll

Alguna vez Jorge Luis Borges apuntó: “Desde la niñez, Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad”. Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo, Escocia, el 13 de noviembre de 1850; murió en 1894, en Samoa.

Sus datos biográficos sostienen que de niño lidió con problemas respiratorios que no le dejaron, incluso, hasta el final de sus días. Viajero irredento, estudió ingeniería y derecho y desafío a la moral de la época (la victoriana) al relacionarse con una mujer casada, Fanny Van de Grift Osbourne, con la que posteriormente casó al divorciarse de su esposo.

Autor de dos novelas célebres: “La isla del tesoro” (1883) y “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (1886), Stevenson fue un “inspector” literario de la moral de sus personajes desde dos ópticas: la aventura (el vértigo de lo confortable) y la novedad de la ciencia. Sólo en esta espesura contextual puede entenderse la aparición de Jekyll y Hyde por la empatía de la Inglaterra victoriana por sus colonias, consideradas culturas salvajes, bajo la creencia de que Europa tenía superioridad sobre ellas (¡!).

Por ello, puede leerse el planteamiento de la cohabitación en un solo cuerpo del instruido Dr. Jekyll y el monstruoso Mr. Hyde, como una sujeción inseparable entre civilización y salvajismo; entre el bien y el mal. Y lo tenemos en las palabras del propio Dr. Jekyll:

“Yo, Henry Jekyll, he nacido en 18…, heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer. Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo doble.

"Así explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba escrito con letras muy claras en la cara del otro. El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo que debo creer aún) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción. Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí natural y humano. A mis ojos esa encarnación de mi espíritu pareció más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que hasta ese día había llamado mío. He observado que cuando asumía el aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto, sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal. No me detuve nada más que un momento ante el espejo. El segundo y concluyente experimento todavía lo tenía que intentar. Quedaba por ver si no habría perdido mi identidad para siempre, sin posibilidad de recuperación. Volviendo de prisa al laboratorio, preparé y bebí de nuevo la poción; de nuevo pasé por la agonía de la metamorfosis; y volviendo en mí me encontré con la cara, la estatura, la personalidad de Henry Jekyll. Alquilé y amueblé la casa de Soho, donde luego fue la policía a buscar a Hyde; tomé como gobernanta a una mujer que tenía pocos escrúpulos y le interesaba estar callada. Y por otra parte advertí a mis criados que un tal señor Hyde, del que describí su aspecto, habría tenido de ahora en adelante plena libertad y autoridad en mi casa; para evitar equívocos, para que en casa se familiarizaran con él, me hizo visita en mi nuevo aspecto. Luego escribí y te confié el testamento que tanto desaprobaste, de tal forma que, si le hubiera ocurrido algo al doctor Jeckyll, habría podido sucederle como Hyde.

"Y así precavido en todos los sentidos, empecé a aprovecharme de las extrañas inmunidades de mi posición. Hace un tiempo, para cometer delitos sin riesgo de la propia persona y reputación, se pagaban y se mandaban a matones. Yo fui el primero que dispuso de un "matón" que mandaba por ahí para que me proporcionase satisfacciones. Fui el primero en disponer de otro yo mismo que podía en cualquier momento desembridarse para gozar de toda libertad. Pero también en el impenetrable traje de Hyde estaba perfectamente al seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba que, por la puerta de atrás, me escurriese en el laboratorio y engullese la poción (siempre preparada para esta eventualidad). Porque Edward Hyde, hiciera lo que hiciera, desaparecía como desaparece de un espejo la marca del aliento; y porque en su lugar, inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo de la vela, había uno que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll. Los placeres que me apresuré a encontrar bajo mi disfraz eran, como he dicho, poco decorosos (no creo que deba definirlos con mayor dureza); pero en las manos de Edward Hyde empezaron pronto a inclinarse hacia lo monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones, consideraba con consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de familiar mío, que había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era un ser intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo, de cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con avidez bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de un hombre de piedra.

"Henry Jekyll a veces se quedaba congelado con las acciones de Edward Hyde, pero la situación estaba tan fuera de toda norma, de toda ley ordinaria que debilitaba insidiosamente su conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de todo, era culpable. Y Jekyll, cuando volvía en sí, no era peor que antes: se encontraba con todas sus buenas cualidades inalteradas; incluso procuraba, si era posible, remediar el mal causado por Hyde.

"¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Encontrará, en el último instante, el valor de liberarse? Dios lo sabe, a mí no me importa. Esta es la hora de mi verdadera muerte. Lo que venga después pertenece a otro. Y así, posando la pluma, cerrando esta confesión mía, pongo fin a la vida del infeliz Henry Jekyll…”.

Alguna vez Jorge Luis Borges apuntó: “Desde la niñez, Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad”. Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo, Escocia, el 13 de noviembre de 1850; murió en 1894, en Samoa.

Sus datos biográficos sostienen que de niño lidió con problemas respiratorios que no le dejaron, incluso, hasta el final de sus días. Viajero irredento, estudió ingeniería y derecho y desafío a la moral de la época (la victoriana) al relacionarse con una mujer casada, Fanny Van de Grift Osbourne, con la que posteriormente casó al divorciarse de su esposo.

Autor de dos novelas célebres: “La isla del tesoro” (1883) y “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” (1886), Stevenson fue un “inspector” literario de la moral de sus personajes desde dos ópticas: la aventura (el vértigo de lo confortable) y la novedad de la ciencia. Sólo en esta espesura contextual puede entenderse la aparición de Jekyll y Hyde por la empatía de la Inglaterra victoriana por sus colonias, consideradas culturas salvajes, bajo la creencia de que Europa tenía superioridad sobre ellas (¡!).

Por ello, puede leerse el planteamiento de la cohabitación en un solo cuerpo del instruido Dr. Jekyll y el monstruoso Mr. Hyde, como una sujeción inseparable entre civilización y salvajismo; entre el bien y el mal. Y lo tenemos en las palabras del propio Dr. Jekyll:

“Yo, Henry Jekyll, he nacido en 18…, heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer. Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo doble.

"Así explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba escrito con letras muy claras en la cara del otro. El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo que debo creer aún) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción. Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí natural y humano. A mis ojos esa encarnación de mi espíritu pareció más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que hasta ese día había llamado mío. He observado que cuando asumía el aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto, sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal. No me detuve nada más que un momento ante el espejo. El segundo y concluyente experimento todavía lo tenía que intentar. Quedaba por ver si no habría perdido mi identidad para siempre, sin posibilidad de recuperación. Volviendo de prisa al laboratorio, preparé y bebí de nuevo la poción; de nuevo pasé por la agonía de la metamorfosis; y volviendo en mí me encontré con la cara, la estatura, la personalidad de Henry Jekyll. Alquilé y amueblé la casa de Soho, donde luego fue la policía a buscar a Hyde; tomé como gobernanta a una mujer que tenía pocos escrúpulos y le interesaba estar callada. Y por otra parte advertí a mis criados que un tal señor Hyde, del que describí su aspecto, habría tenido de ahora en adelante plena libertad y autoridad en mi casa; para evitar equívocos, para que en casa se familiarizaran con él, me hizo visita en mi nuevo aspecto. Luego escribí y te confié el testamento que tanto desaprobaste, de tal forma que, si le hubiera ocurrido algo al doctor Jeckyll, habría podido sucederle como Hyde.

"Y así precavido en todos los sentidos, empecé a aprovecharme de las extrañas inmunidades de mi posición. Hace un tiempo, para cometer delitos sin riesgo de la propia persona y reputación, se pagaban y se mandaban a matones. Yo fui el primero que dispuso de un "matón" que mandaba por ahí para que me proporcionase satisfacciones. Fui el primero en disponer de otro yo mismo que podía en cualquier momento desembridarse para gozar de toda libertad. Pero también en el impenetrable traje de Hyde estaba perfectamente al seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba que, por la puerta de atrás, me escurriese en el laboratorio y engullese la poción (siempre preparada para esta eventualidad). Porque Edward Hyde, hiciera lo que hiciera, desaparecía como desaparece de un espejo la marca del aliento; y porque en su lugar, inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo de la vela, había uno que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll. Los placeres que me apresuré a encontrar bajo mi disfraz eran, como he dicho, poco decorosos (no creo que deba definirlos con mayor dureza); pero en las manos de Edward Hyde empezaron pronto a inclinarse hacia lo monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones, consideraba con consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de familiar mío, que había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era un ser intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo, de cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con avidez bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de un hombre de piedra.

"Henry Jekyll a veces se quedaba congelado con las acciones de Edward Hyde, pero la situación estaba tan fuera de toda norma, de toda ley ordinaria que debilitaba insidiosamente su conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de todo, era culpable. Y Jekyll, cuando volvía en sí, no era peor que antes: se encontraba con todas sus buenas cualidades inalteradas; incluso procuraba, si era posible, remediar el mal causado por Hyde.

"¿Morirá Hyde en el patíbulo? ¿Encontrará, en el último instante, el valor de liberarse? Dios lo sabe, a mí no me importa. Esta es la hora de mi verdadera muerte. Lo que venga después pertenece a otro. Y así, posando la pluma, cerrando esta confesión mía, pongo fin a la vida del infeliz Henry Jekyll…”.