Si atendemos al caudal de premios Oscar que han obtenido directores y fotógrafos mexicanos en los últimos años, bien puede decirse que el cine mexicano goza de buena salud, pese a la evidente no prioridad que el anterior gobierno federal (y al parecer el actual también) mostró ante la cultura vía los bestiales recortes hechos a este ramo importante.
Parecería que, efectivamente, el cine mexicano está de moda o vive un boom, cosa que ha alentado de manera exponencial el interés por los jóvenes o los nuevos talentos en el quehacer fílmico.
Y, si además, revisamos los concursos o convocatorias de todo tipo alusivo a la competición del cine mediante el formato del cortometraje, advertiremos que, al menos en cantidad, la misión de los organizadores es satisfecha.
Con lo anterior quiero decir que existe un auge de participantes que, de una u otra manera, van tras el estímulo de un éxito o de una obtención de dinero que permita sufragar futuras producciones. De facto, la lana ganada en un concurso de esta índole sirve al realizador para inyectarle “vida” a nuevas ideas o guiones a concretar.
Sin embargo, si revisamos la calidad de los trabajos participantes, guau, es allí donde la puerca torció el rabo. Las razones son muchas, pero lo que la experiencia me ha dictado a través de mis años como jurado en tales concursos de cine, tal vez una constante sea la que gravita con más peso: la ignorancia. Me explico.
Para manifestarse por la literatura, el cine, la música, la danza, en fin: la creación artística, amén del talento (junto con la sensibilidad, la sustancia de la que está hecho el arte) debe tenerse el conocimiento lo más completo posible de la técnica y del arte en sí. Los jóvenes consideran que al tener una cámara, cierta cantidad de dinero y amigos o cuates que salgan a cuadro (familiares, la tía, el abuelo, los padres, los hermanos y hasta el perro) con eso llenan los requisitos para ser “cineastas”.
O, en su defecto, el haber tomado clases o diplomados (cómo se ha denigrado esta palabra) de cine en las diversas escuelas patito que existen en esta capital les otorga la varita mágica del saber y quehacer fílmicos. Bueno, podríamos argüir que por algo se debe empezar, que echando a perder se aprende, que “caminante no hay camino…”, y menjurjes de igual índole. El escritor se hace leyendo y escribiendo, el músico oyendo música y ejecutando, el cineasta se hace dirigiendo y, sobre todo, viendo cine (y mucho, un titipuchal y de todos los géneros).
Lo anterior ha sustentado, junto a una mayor democratización del acceso a las nuevas tecnologías digitales, que el cine en largometraje tenga, en los últimos cinco años, un auge saludable. Va haciéndose costumbre que anualmente las producciones de filmes no bajen de las 200...