/ lunes 9 de septiembre de 2024

El Cumpleaños del Perro / Ciudades literarias

Los lugares ficticios inventados por la literatura son innúmeros: Santa María (El astillero, de Juan Carlos Onetti; Camelot (El rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, de Roger Lancelyn Green; Yoknapatawpha (mencionado en varias novelas de William Faulkner), sólo por citar apenas un puñado de nombres.

Gabriel García Márquez/ Aracataca- 1927 inventó el mítico pueblo de Macondo donde los fantasmas, la fundación y explanación de un universo se dan cita no para dilatar el tiempo sino para suspenderlo en un escenario de magia, de brutalidad cotidiana, de génesis. Todo en Macondo es reciente, inédito y antiguo: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Macondo es un pequeño pueblo, rincón en las coordenadas latinoamericanas, que cuenta historias, asomos de hazañas mínimas que confluyen en una palabra expansiva: universalidad. No hay universalidad sin rostro propio. El rostro de Macondo es conocido: el de nuestros pueblos más próximos, irreconocibles.

Macondo es la patria literaria de Gabriel García Márquez y en ella hay murmullos, voces, rostros que se oyen, se ven y que cuentan sus historias; pero es el propio García Márquez quien nos revela de dónde viene el nombre de Macondo: “El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero solo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez nunca existió”.

Una voz dice, canta, cuenta, calla, grita. ¿Qué voces se escuchan en Macondo? En Macondo no hay una voz, hay muchas que dicen, cantan, cuentan, callan, gritan. Pero ¿qué dicen? Nos dicen, nos cuentan, nos descifran como individuos y como región geográfica, como conciencia.

Hegel planteaba que “la conciencia puede, por aproximaciones y en un proceso social o colectivo, ir capturando verdades relativas”. Macondo es la historia de la estirpe de los Buendía, pero también es la historia de una conciencia: la latinoamericana.

García Márquez es un espléndido contador de historias que nació, literariamente hablando, en Macondo. Es el primer macondiano, y nos invita con sus lecturas a que descubramos esas verdades relativas de las que hablaba Hegel para confirmar irrefutablemente lo que el final de Cien años de soledad y Pedro Páramo señalan: somos seres hechos de palabras, de polvo, de memoria, de olvido…

Los lugares ficticios inventados por la literatura son innúmeros: Santa María (El astillero, de Juan Carlos Onetti; Camelot (El rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda, de Roger Lancelyn Green; Yoknapatawpha (mencionado en varias novelas de William Faulkner), sólo por citar apenas un puñado de nombres.

Gabriel García Márquez/ Aracataca- 1927 inventó el mítico pueblo de Macondo donde los fantasmas, la fundación y explanación de un universo se dan cita no para dilatar el tiempo sino para suspenderlo en un escenario de magia, de brutalidad cotidiana, de génesis. Todo en Macondo es reciente, inédito y antiguo: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Macondo es un pequeño pueblo, rincón en las coordenadas latinoamericanas, que cuenta historias, asomos de hazañas mínimas que confluyen en una palabra expansiva: universalidad. No hay universalidad sin rostro propio. El rostro de Macondo es conocido: el de nuestros pueblos más próximos, irreconocibles.

Macondo es la patria literaria de Gabriel García Márquez y en ella hay murmullos, voces, rostros que se oyen, se ven y que cuentan sus historias; pero es el propio García Márquez quien nos revela de dónde viene el nombre de Macondo: “El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero solo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez nunca existió”.

Una voz dice, canta, cuenta, calla, grita. ¿Qué voces se escuchan en Macondo? En Macondo no hay una voz, hay muchas que dicen, cantan, cuentan, callan, gritan. Pero ¿qué dicen? Nos dicen, nos cuentan, nos descifran como individuos y como región geográfica, como conciencia.

Hegel planteaba que “la conciencia puede, por aproximaciones y en un proceso social o colectivo, ir capturando verdades relativas”. Macondo es la historia de la estirpe de los Buendía, pero también es la historia de una conciencia: la latinoamericana.

García Márquez es un espléndido contador de historias que nació, literariamente hablando, en Macondo. Es el primer macondiano, y nos invita con sus lecturas a que descubramos esas verdades relativas de las que hablaba Hegel para confirmar irrefutablemente lo que el final de Cien años de soledad y Pedro Páramo señalan: somos seres hechos de palabras, de polvo, de memoria, de olvido…