Con absoluta honestidad espero que se haya podido interpretar la entonación sarcástica que lleva el título de la entrega de este día que pongo a sus amable consideración y dispensa, gentil amigo lector. Y es que, por razones que no vienen al caso comentar, en días pasados tuve que acudir al centro de la ciudad, pensando que lo encontraría con un número moderado de lugareños, ya que, ante la inflación económica, el haber quedado atrás la campaña de “el Buen Fin” y con un ligero repunte de casos en la entidad, tampiqueños preferirían guardarse en sus respectivos hogares.
No obstante, el chasco que me llevé fue superlativo porque, además de resultar un verdadero galimatías, tanto el entrar como salir de la zona centro de nuestra ciudad por las diferentes vías, el poder acceder a los almacenes tradicionales que se encuentran la zona peatonal era complejo y hasta molesto, y no precisamente por las filas de viandantes que concurrían al mismo lugar que este servidor, sino porque las normas de seguridad más elementales habían quedado, prácticamente, en el olvido.
Fue entonces que en mi cabeza retumbó la primera de las preguntas: “¿Pandemia?, ¿Cuál pandemia? ¿Cuál coronavirus? Y ¿Cuál Covid?” La tragedia y el padecimiento, tristemente, se volvieron parte de nuestra realidad corriente y común y, por tanto, enteramente aceptada.
Ante el tiempo que estaba invirtiendo, decidí observar a la gente que salía de los establecimientos. ¿Por qué a los que abandonaban los almacenes de prestigio? Porque me percaté que ninguno salía de dichos centros comerciales con las manos vacías. Por espacio de media hora pude ver a hombres, mujeres y niños con bolsas ecológicas en mano y con una sonrisa franca en la cara que era evidencia clara e inequívoca de la satisfacción generada por la adquisición del bien.
En este tenor debo insistir en la última frase acuñada como remate del párrafo anterior: “…la satisfacción generada por la adquisición del bien”. Los puristas del lenguaje seguramente me harán la corrección y me dirán que el enunciado debería ser: “… la satisfacción por el bien adquirido”. ¡Pues no! Debo insistir en lo tortuoso de la redacción. Me refiero al gusto por la acción y efecto de comprar y no por el servicio y placer que el producto vaya a generar.
Así, en hora y media, aproximadamente, pude ver a mujeres que llevaban ropa al por mayor. Sus guardarropas y los de sus hijos y familiares, seguramente se verían repletos por las prendas que representaban las últimas tendencias de la moda.
Los caballeros discutían por cuál pantalla deberían llevar a casa en relación con el tamaño y la calidad de la imagen que se proyectaría en el cristal. Algunos, incluso, usaban conceptos tecnológicos de última generación mientras engolaban la voz y arqueaban las cejas en señal de poseer una sobrada experiencia en el tema.
Los jovencitos elegían entre celulares, tabletas electrónicas y videojuegos. Los juguetes pasaban a tercer o cuarto término y, ni qué decir de aquellos tradicionales como el yoyo, el trompo, el balero o las canicas. Algunos niños ni siquiera los conocen.
Estaba ensimismado con mis pensamientos, cuando una mano me tocó el hombro y me sacó del trance aquel. “¿Ya tiene usted la tarjeta de crédito de la tienda?”, me dijo una bella dama uniformada con los colores del almacén mientras abría sus ojos almendrados y me sonreía. “Mucha gente de la que usted ve aquí ya cuenta con este producto y está disfrutando de los beneficios de comprar a meses sin intereses.”
“No, gracias.” Contesté amablemente y me retiré del lugar, no sin antes echar una breve “ojeada” y reflexionar nuevamente sobre las sonrisas y las conductas de los compradores mientras hacían fila para pagar en las cajas con el plástico ofrecido. Fue en ese instante que escuché en mi cabeza, la segunda de las preguntas: “¿Inflación? ¿Cuál inflación?” ¡Este fenómeno económico lo conocemos, por lo menos, desde el 75 y se repitió en el 88, el 94, el 2002 y así hasta nuestros días!
Esta situación me permite llegar a una reflexión. El mexicano termina por acostumbrarse y justifica su costumbre. A veces opera en él aquel refrán de “Más vale malo por conocido que bueno por conocer” y prefiere continuar tal y como está y, si por alguna razón se equivoca, vuelve a lanzar una tanda de justificantes.
“Estaba en remate”, “Ya me había vacunado”, “¡Claro que se ocupaba una pantalla nueva!” “De algo nos tenemos que morir”, “El niño lo quería y sacó buenas calificaciones”, “Nomás me faltó el refuerzo” y vaya usted a saber cuántas cosas más.
Lo cierto es que el problema es cultural ya que, por este factor, ni salimos de deudas ni se detienen los contagios, pues cualquier cambio implicaría romper “la ley del mínimo esfuerzo”.
¡Y hasta aquí! Pues cOmo decía cierto periodista: “El tiempo apremia y el espacio se agota”
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Y recuerde, será un gran día.