Cuando se habla con absoluto conocimiento de la importancia del café en las finanzas y en las transacciones de los mercados internacionales, parece casi imposible retener en la memoria esas cifras fabulosas apenas concebibles. El café, figura principalísima en un escenario de bonanza, frecuentemente se presenta incierto ante quienes se dedican a manejarlo, no obstante, confirma ser un "grano de oro". Bebida mágica, corriente de sensaciones indescriptibles que se saborea sorbo a sorbo cual inexorable tentación. Universo distante de aquel otro universo desconocido: el de su producción.
La producción de este grano de aroma se expande bajo el sol, la lluvia, el viento, la niebla y la humedad. En los libros se ha intentado inscribir estas escenas entre los claroscuros de algún aguafuerte, más nunca podrán revelar esa verdad callada prevaleciente como un estigma en el alma de quienes lo cosechan.
Multitudes abstraídas; siluetas de niños, mujeres y hombres que parecen deambular entre las plantaciones de café, reflejando la impronta de su soledad en la mirada ausente. Estas imágenes invariablemente despiertan al nuevo día iniciando una larga jornada de trabajo que se prolonga silenciosa en la fila del pagador; que se percibe interminable en la fila de la identidad lastimada y siempre reconstruida... condición para asegurar la supervivencia.
No es una nimiedad que veinticinco millones de trabajadores cosechen el producto bajo circunstancias moralmente inaceptables, recibiendo muchos de ellos tres dólares como salario, que aunado al cansancio físico conforma el umbrío paisaje de su endeble vivir. En los países cafetaleros está demostrado que el café se relaciona con la inopia. Egipto, la India, Etiopía, Kenia, Indonesia, Ecuador, y en México algunos ejemplos como el de Chiapas. Los últimos tres casos en el extremo de negociar con armas; países, entre tantos más, donde el café se ha comercializado a partir de sus valores intrínsecos.
La historia del café en Chiapas guarda desde antiguo lamentable crudeza. En el diario acontecer de las fincas cafetaleras se ha dado y se da la más intensa explotación de los indios expatriados y nativos cuyo caminar ha sido de ruptura y desencanto, de esperar contra toda esperanza...
En el siglo XIX se implantaron grandes fincas cafetaleras, en su mayoría de migrantes alemanes que crearon un entorno distinto, agradable, para probar y disfrutar el café desde las verandas, gracias a su posición otorgada por el dinero y el poder. Estos hechos han sido recordados por generaciones en los relatos de las viejas familias de cultivadores. En 1870, grupos de indios de los Altos migraron al ingrato trabajo de las fincas cual destino imposible de eludir, a donde eran conducidos bajo maltrato. Tierras de helados vientos, salario estacional en un clima tropical periódicamente desfavorable; estructura de trabajo que duró un siglo.
Hacia 1974 se enfrentó un grave derrumbe económico. La fragilidad internacional del grano que con tanta frialdad se establece en la Bolsa de Valores de Nueva York, ocasionó una fuerte depresión. Religiosamente como ocurrió en crisis anteriores, los propietarios recurrieron a la mano de obra estacional de los indios mam guatemaltecos, quienes perseguidos por la infame dictadura de su país se “refugiaban” en el nuestro con la esperanza de vislumbrar un futuro, que si se hubiese visto desde la gravedad de sus rostros, acaso bajo ninguna circunstancia podía ser promisorio.
Hoy representan esa mano de obra explotada y perseguida, experta y rentable, inmersa a lo largo de doscientos años en la cultura del café que para ellos no es sino morir…
Mezcladas a ese negro licor, al aroma invitante y al sabor, estas historias parecieran disiparse en el aromático vaporcillo de esa pequeña taza, que acompañada de una música suave y un buen libro, se puede disfrutar apaciblemente todos los días, en todos los rincones del mundo.