La dinámica de las imágenes va íntimamente ligada al espejo. Piénsese tan solamente en una casa antigua con enormes y empañados espejos donde parecen reflejarse las siluetas de aquellos que los poseyeron hace cientos de años...
De antiguo se usaban en Egipto, Grecia y Roma pequeños espejos de metal bruñido fabricados en latón, bronce, plata y aun en oro, en forma redondeada provista de una tapa lujosa con inscripciones imaginativas. En la Italia medieval, las mujeres los portaban triunfantes pendidos de un ceñidor. Por el año 1300 los venecianos idearon una manera de hacer espejos de cristal, poniendo al dorso una capa de azogue y estaño.
A fin de ocultar estos métodos los artesanos formaron una asociación, sentenciando que quien osare revelar el secreto de su manufactura, sería buscado hasta encontrarle y privarle de vivir. Ya en 1665 veinte artesanos expertos aceptaron llevar estas ocultaciones a Francia, convirtiendo la producción de espejos en una floreciente industria que en el siglo XVII logró franquear los muros ingleses, para ulteriormente expandirse en todo en el mundo e invadir todo resquicio… –por el ojo de la cerradura?
¡Cuántas traducciones alegóricas y referencias literales han quedado inscritas alrededor del espejo! Las derivaciones que lo asedian convergen en dos vicios capitales: la Lujuria, y mayormente la Soberbia. Hacer uso de tal sutileza para observar el rostro, fue considerado durante siglos un acto licencioso, muy propio de una “mujer perdida”. Ya Dante celebra en EL PARAÍSO que en sus tiempos las mujeres no utilizaran el espejo para arreglarse, como infortunadamente vino a ocurrir durante la época de retrocesos en que vive su nieto...
Un manual-guía de Cesare Ripa, preciso para el desciframiento de alegorías en los umbrales de la edad barroca, señala que tanto la Soberbia como la Prudencia sostienen el espejo con la mano izquierda mirándose en él, y ofrece el manual una explicación que los ilustrados aconsejan asumir como clave para toda metáfora y simbología ligada a esta práctica: “El espejo, donde se ven imágenes que no son reales, puede ser semejante a nuestro intelecto, donde a nuestro propio placer ... hacemos nacer muchas ideas de cosas que no se ven”.
Y como objeto indispensable en la Prudencia –virtud cristiana–, añade el autor un precedente clásico: “No puede regular sus acciones si sus propios defectos no conoce y corrige. Y esto entendía Sócrates cuando exhortaba a sus discípulos a mirarse a sí mismos todas las mañanas en el espejo”.
A principios del siglo XVI los pintores utilizaron en sus obras juegos de espejos, apareciendo los personajes desde ángulos diversos. Hasta ese tiempo, dichos artilugios “ejecutores de un antiguo pacto” ofrecían en el arte una forma convexa y falseada, en alusión a la Prudencia y por ende a la fugacidad de la belleza y de la vida, siendo manejado con frecuencia el tema de la muerte por predicadores, moralistas, poetas, artistas.
Retomada de la novela negra, la creencia popular de los siglos XIX y XX sustenta que los espíritus malignos, fantasmas y vampiros, no reflejan su imagen al pasar frente a un espejo, característica que los diferencia de los seres humanos.
Pero nadie negará que el infinito espejo permanece unido a la seducción: en su texto cristalino a Aminta, Torquato Tasso describe el intercambio de miradas entre dos jóvenes y su naciente amor, del que emerge una tercera pupila. Ella, la bella, la doncella, se contempla con las ropas al descuido, tras corretear por el bosque:
Y desarreglada se vio y se complació
porque bella se vio aunque desarreglada.
Yo me di cuenta y callé.
Un poeta marinista, Tommaso Stigliani, juega con un doble reflejo al describir a una mujer a la orilla del mar, observándose ante el espejo y en la superficie de las aguas, símbolos que en algo recrean al intenso Narciso:
La sombra suya allí veía
en la mano izquierda llevaba un espejo
y en el espejo ve la sombra de la sombra.
Por sus ritmos aromados de subrepción, de insinuación, los espejos serán siempre el tercer ojo en muchos instantes de la existencia. Lo son, por ejemplo, al recubrir los muros de los rincones íntimos. Se construyen planos, cóncavos, convexos. Los dos últimos deforman la imagen, a diferencia del espejo plano que la irradia en su real proporción. Algunos juran que este artefacto revela, inequívoco, verdades que a toda costa quisieran ignorarse. Espejito, espejito...
Hacer uso de tal sutileza para observar el rostro, fue considerado durante siglos un acto licencioso, muy propio de una “mujer perdida”.