He intentado hacer lo que es real y no lo ideal
Henri de Toulouse-Lautrec
París, centro cultural de Francia, se sitúa sobre el tortuoso trazo del Río Sena. La Isla de la Cité, a cuyos edificios debe París su fama, se halla en medio del río, y en tiempos de Julio César era un punto estratégico de enlace porque permitía ser atravesado con facilidad. Por allí pasaba una antigua ruta originada en el Mediterráneo que partía al norte, y llegaba hasta las costas del Canal de la Mancha y la Gran Bretaña. Los muelles de la margen derecha del Sena son muy antiguos.
Enfrente de la Cité, en la orilla izquierda, está la Plaza de San Michel; desde aquí empieza a subir su ancho bulevar hasta encontrarse con el Barrio Latino, lugar bohemio, bullicioso y casi feliz, que ha sido residencia de estudiantes y artistas de todo el mundo: expresiones, acepciones, albedrío sin dobleces... A la izquierda del bulevar se localiza la Sorbona y, muy cerca, el Panteón donde han quedado para la memoria las tumbas de Víctor Hugo, Juan Jacobo Rousseau, Voltaire y Emilio Zola entre otros ilustres.
Siguiendo por la orilla izquierda del río se vislumbra la Torre Eiffel que en su tiempo fuera la más alta del mundo, donde hoy emite una estación de radio. Esta espléndida estructura reimpone en la agenda del tiempo la exposición de París de 1889, para la que fue construida.
Recorrer la avenida Campos Elíseos resulta ser una deleitable experiencia. Las amplias banquetas con sus mesitas de café instalan al viandante a toda hora, y en el ir y venir de los autos y la gente, el espresso desprende su olor seduciendo a los degustadores que entre la plática o la lectura plácida, lo sorben hasta lo profundo.
En la ciudad del amor las noches son de antología. Visitar el Moulin Rouge con la luna esperando afuera es fascinante. La amplísima sala en desniveles contornea el escenario, y toda el área se subyuga al influjo de unas lucecillas tenues que cuidan los pasos del visitante hasta alcanzar la mesa designada, donde aguarda la burbujeante promesa de una botella de champagne.
Al recorrer con atenta pupila cada espacio, en el canon de mi memoria aparece Toulouse-Lautrec con su arte litográfico, sus dibujos, su pintura. Y se esbozan las escenas que inscribieron su nombre en la modernidad como gran transformador de la plástica contemporánea. La asiduidad de Lautrec a los teatros y burdeles es de suyo evidente en sus trabajos: La belle époque llama desde los lienzos con mágico misterio.
Los estudiosos han dicho que Toulouse-Lautrec tiene derecho a que su obra se vea como se ha visto la obra de Velázquez: “documentos de época, sí, pero ante todo arte autónomo”. Porque nadie podrá negar que aun magnánima, la obra de Velázquez se vislumbra alejada de las vivencias cotidianas dado que sus desasosiegos plásticos eran de otro orden, mientras que las descripciones de Lautrec evidencian su fascinación por el mundo abordado.
La íntima y sutil desazón que se experimenta en los ambientes de music-hall creados por Lautrec, lleva inevitablemente a imaginar, a presentir que tras la expresión lozana y desenfadada que se revela en el rostro de las danzarinas de aquella época, hay una lluvia de sueños, una tormenta de vacilaciones, como acaso las hay tras la expresión de las que en ese instante aparecen frente a mis ojos, alegrando el escenario con su juventud y su torso desnudo. Y las bellas de Lautrec trasplantan cada noche, en cada acorde, su señuelo: belleza, cadencia, complacencia; sensualidad que exalta al espectador hasta el último movimiento, hasta el último pensamiento...
Al apagar el teatro sus tintes ambarinos, la concurrencia fue saliendo despacio dejando tras de sí páginas de silencio. El anuncio pleno de luz que identifica al Moulin Rouge en lo alto de la portada retrató en mi intelecto otras regiones, otras historias, otros renglones…
Caminando de vuelta al hotel por las humedecidas calles de París, un vientecillo frío me hizo pensar en el desvelamiento de la condición humana. Imágenes balzacianas albergadas en las sombras de mi cuarto, con la luna esperando afuera...
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