/ miércoles 11 de septiembre de 2024

Autorretratos del Hielo / La sinceridad de las plazas

(SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE)

Sí, en Montreal la Plaza de Portugal tiene mucha personalidad. Con imaginación cruzada de nostalgia, uno puede sentirse pronto en las Azores, pasear por Sintra, callejear en Porto, Coímbra o el Alentejo. Ayuda mucho la lengua de los jubilados lisboetas llegados a las bancas de sus añoranzas en los años setenta, cuando migrar a Canadá se había convertido en una opción natural para los desempleados del mundo, también para los perseguidos y los desheredados, o, como diría Eduardo Galeano, para todos los “nadies” del planeta. Mejor citar al completo esa frase de Galeano donde el hambre se disfraza de esperanza: “sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún día mágico llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte”…

Me gustan otras plazas locales, pero ninguna como esa. Es fácil trasplantar en ella el parquecito dedicado a los Repobladores de Tampico, frente al Auditorio Municipal, allá donde la heladería Bambino vivía desbordada de infancias felices y en las noches todo era olor de taquería frente a la vulcanizadora Ramos. Pero ya, ya vuelvo a la Plaza de Portugal, con sus parterres triangulares y sus pequeños bancales: allí estuve yo, cerrando las actividades del verano boreal en el primer domingo de septiembre, cuando la isla de Montreal nos ofrece una última oportunidad para caminar sobre los asfaltos de la avenida Saint-Laurent convertida en un paso cebra interminable, largo como el camino de Santiago, tumultuoso como verbena políglota, masivo de madres peatonales y de modernísimas carriolas.

Allí estaba yo, decía, en la Plaza de Portugal, mirando hacia las risas y los juegos que cada verano la ciudad comparte con todos los niños del mundo (literal). Golfitos de hoyos invisibles, trampolines de levantar las cejas, gestos felinos pintados a un dólar por rostro, bicicletas de mentirosos manubrios, y muchos etcéteras más. Por cierto, también recuerdo la Plaza 20-30, allá, en el Cascajal: sus moradores eran enemigos naturales de los hijos del parque Méndez y había que caminarla con paso muy avizor (no se nos fuese a aparecer el diablo). Esa misma, la 20-30, podría reflejarse sin problemas en las bancas de la Plaza de Portugal donde a veces hay guitarreros ensayando flamencos de palmadas españolas y cuyos jardines se parecen al júbilo de no hacer nada, salvo ver pasar el tiempo con el alma en reposo.

Ya, ya me rehago: allí he estado un mar de veces, en la Plaza de Portugal. Bajo sus árboles ideales para el ocio, hoy contemplaba ese tiro al blanco, grande como una casa de dos pisos, enorme como un asteroide circular, juguete ideal para cíclopes o titanes de cuerpos descomunales. El desafío (sólo permitido a menores, por supuesto) era patear un balón de material adherente, pegajoso como la licra, dar en el centro, y a ver quién ganaba un regalo misterioso. Tenía su grado de dificultad, y niñas y niños intentaban tres tiros para luego recomenzar la fila, y nadie acertaba, y qué griterío, y un hombre de negro, calcetas y cachucha rosadas, anteojos cubriéndole la mitad de la cara, animaba a su hijo de tres, tal vez cuatro años de edad. Se sentó a mi lado, y vaya uno a saber lo que el padre de Miká le decía con voz serena, porque su lengua estaba hecha de aplausos nunca antes vistos, ¿cómo decirlo?, porque sus palabras no se parecían a ninguna de las confusiones verbales que con los años he aprendido a descifrar en la isla de Montreal.

Hoy sé reconocer el magiar, el turco, el árabe, el ruso y en ocasiones el armenio. Dígase lo que sea, el japonés no se parece al chino, y el yidis es un alemán distinto, y enseguida fue una charla con el hombre de las calcetas rosadas. Mucho gusto, y se llamaba Dawid, otra vez mucho gusto, y él sabía que se lo preguntaría, así, con curiosidad profesional: ¿qué lengua hablaba usted con el hijo de los pelotazos?... Era el tigriña, idioma de Eritrea, familia de las gramáticas semíticas, ¿y que de dónde venía yo?, ¿yo?, de México, de la calle Colón para ser exactos, mientras Dawid no apartaba su mirada de Miká (lo sostenía a una muy prudente “distancia de rescate”, diría Samanta Swebling, la escritora argentina). Además del inglés, Dawid hablaba italiano, porque Mussolini invadió aquella región hace ya casi un siglo, se siguió de frente hasta Somalia y Etiopía, luego atacó Kenia y Sudán, y en las plazas boreales son posibles los cursos intensivos de historia universal cuando Miká seguía sin dar en el blanco con su balón adhesivo, y una de las más singulares es la Plaza d’Youville, de senderos mínimos y de otoños ideales, parecida de otro modo a la placita de la calle Palmas.

Y en el último párrafo del día, dominaba el olor a chubasco en el ambiente. Breve y preciso, Dawid dijo tener primos nacidos en Estados Unidos, todos hijos de migrantes y que, en sus retornos ocasionales al país de sus padres, lamentaban no entender el tigriña, de seguro ya habían perdido Eritrea sin remedio (esto último me lo dijo en silencio). Eso nunca le sucedería a Miká, nacido aquí mismo, en el Polo Norte: cuando el niño creciera y quisiese conocer su origen, muchos años después de dar en el blanco de sus pelotazos, nadie tendría que traducirle la forma de soñar las noches en Asmara, la capital eritrea. Por uno de esos milagros tan propios del destierro, Dawid legaba su lengua para asegurar en Miká el porvenir de sus bisabuelos fallecidos, y cuando estaba por concluir que entre las y los transterrados siempre habrá padres y madres así, se desató la llovizna sobre la charla más sincera de aquellas bancas, y Tampico también comenzó a chispear en los jardines de África, quise decir, en el Portugal más nublado de todas las plazas de Montreal.