Lo he querido recordar durante días, y me resultará imposible… ¿Cómo se llama ese concepto, el de las cosas intraducibles, el de las frases sin correspondencia en otro idioma, el de las voces que exigen muchas explicaciones cuando se las razona en otra lengua? Más de tres miércoles he querido escribirlas, es decir, desenredar expresiones que, traídas del francés, exigen largos argumentos para acercarlas al castellano de la calle Colón.
Pero empieza diciembre, y en mis paseos a cero grados hoy tal vez me sea posible intentarlo cuando baje por la avenida Laurier, rumbo al café de la señora Leny. Es tan amable, siempre sonriente, la descubrí hace un año, muy oriunda de Coatzacoalcos. Recoge y limpia las bandejas del establecimiento, mandil azul, maquillaje discreto, mirada de ternuras cuarentonas, y llegó a la isla de Montreal en el 2020, solicitando refugio, justito antes de la pandemia. Por cierto, uno de los primeros casos de términos franceses sin reflejos certeros en español es el de “retrouvailles”: en sentido estricto, la palabreja nombra los “reencuentros”, aunque el castellano resulta algo insuficiente para ilustrar los festivos matices de su pronunciación original.
Permítanme la digresión: las palabras están hechas de corazón, deben arrastrar ansiedad en los acentos, hacerse más humanas en el alma que con ellas se nos escapa. En el horizonte de tales reflexiones, me fascina el verbo inglés “to mean”, también intraducible, pues habla de significarse en lo dicho, de dar a lo expresado un cariz nuevo con nuestros requiebros más íntimos. Decía, pues, que “retrouvailles” revela el regocijo de reencontrarse con alguien después de cierto tiempo, es un homenaje de alegría al reconocerlo tras un periodo de ausencia, serlo y estarlo con los ojos de una eternidad feliz…, todo eso y más es lo que los francófonos del Polo Norte insuflan en susodicho término.
A mí, casi por demás está decirlo, me ocurren esas mismas “retrouvailles” en las entrañas cada que vuelvo a deletrear a los “carnales” del parque Méndez, a Miguel o el Chino, a Hugo y el Karateca (¿cómo traducir “carnales” en lengua francesa?, imposible, cuando tras varios años nos abrazamos al unísono y otra vez somos un júbilo compartido), en fin, y la señora Leny, que se llama Leonora, que nació en Coatzacoalcos, que llegó a Montreal el día 1 de marzo del 2020 y que ronda los 45 años, vino a Canadá huyendo de un divorcio complicado.
En los pedacitos de charlas entretejidas con la señora Leny en la columna de hoy, el padre de su hija quiso arrebatársela en los juzgados. Ella no tenía medios para pagarse la integridad de un abogado, ya la habían despojado de su casa, era un martirio, y porque no hay paz en las palabras vividas durante los quince años de su matrimonio, en silencio me hace saber que su exmarido lo había comprado todo: el juicio y el desasosiego, la justicia y la esperanza.
Mejor un buen divorcio que un mal matrimonio, señala muy veracruzana en cada sílaba, los ojos inyectados, parpadeos de congoja, y no se preocupe, señora Leny, ya pasará, le digo, y entonces acudimos a los refranes nacionales para envolver de consuelo nuestros paliques, porque más vale pan con amor que gallina con dolor, y otra de las expresiones francesas que vienen a colación para hablar de la señora Leny es “l’appel du vide”.
En la literalidad de la traducción, podría entenderse como “la llamada del vacío”, aunque el universo de significados morales que la sostiene es de difícil comprensión fuera del francés, pues la frasecilla de marras habla de dar ocasión a sentimientos destructivos. Lanzarse al vacío con la conciencia de hacer(se) daño, eso es lo que delata el enunciado, aunque convendría cortar el párrafo aquí mismo, y seguir adelante.
También existe “la douleur exquise”, esto es, “el dolor exquisito”. El contenido más lúcido de dicho sintagma adjetival está emparentado con el amor no correspondido. Por allí podría enhebrarse una traducción fidedigna e informar que la señora Leny dejó de querer a ese marido de llamadas al vacío, y apresurada subió a un ómnibus rumbo a Veracruz, vertiginosa llegó al aeropuerto de la Ciudad de México, le quitarían a su hija, se lo habían advertido, no podía ser, y abordó un vuelo sin regreso a la isla de Montreal de la mano de Cary (Cary por Carolina, se llama la hija, y, dicho sea de paso, en sus diminutivos hay un cariño liberador del idioma).
Ante la oficial de migración solicitó refugio, pidió asilo, explicó viacrucis, firmó papeles, entregó pasaportes y se declaró transterrada porque todas y todos tenemos derecho a confiar en la vida más allá de las fronteras de nuestra lengua. Sin melodramas de cartón ni patetismos de utilería, la señora Leny no es la primera madre mexicana que veo llorar diciendo que no, ella nunca quiso dejar su casa, es más, pasa largas tardes añorando Coatzacoalcos, evocando a sus comadres, y el proceso migratorio se suspendió por la pandemia, y hace casi cuatro años que cruza los dedos esperando le sea otorgado el estatus de refugiada.
Hay muchas otras expresiones así, tan intraducibles como la fe de la señora Leny en el destino. “Dépaysement”, por ejemplo, remite a la confusión que se produce cuando no reconocemos el camino cambiado de nuestros pasos: es descontextualizarse de la ciudad natal, es alejarse de la cultura heredada. También, “à l’ouest”, entiéndase “estar al oeste”, habla del ceño fruncido que nuestros gestos dibujan cuando nos descubrimos ajenos a una realidad social. Y la señora Leny, descontextualizada y muy al oeste de su sonrisa en el último renglón de la semana, vive un día sí y otro también con un Dios optimista entre los labios, aunque a veces la presiento a “ras-le-bol”, quise decir, “hasta la coronilla” de inminencias, harta de vísperas, y al mal tiempo buena cara, suelo animarla, cuando se agota el miércoles, aquí mismo, en sus años de espera, y entonces hasta pronto…