/ miércoles 20 de noviembre de 2024

Autorretratos del hielo / El libro en el espejo

Ahora que noviembre ya casi es otra cosa, leeré a Caroline Dawson en un título francés de traducción resbaladiza. En una interpretación por demás muy libre, podría ser “Allí donde yo me arraigo”… Tantas veces analizaré convertir “Là où je me terre” en algo a la altura de sus contenidos, también en algo a la altura de las gramáticas de la calle Colón, y nunca estaré seguro, y me gustará que así sea, claro que sí, pues en el desafío de traducir este título el lector transhispánico se presiente libre para caminar por las páginas y las edades de una niña migrante.

Comenzaré, pues, diciendo que este texto es una colección de memorias y un muestrario de añoranzas. Allí se nos informa, antes que nada, sobre la dictadura militar en Chile, la represión, el miedo y la naturalización del odio tras el golpe de 1973. Y, porque todo debe decirse, en la urgencia de exiliarse para salvar la vida, acompañaré las angustias de los Dawson con mi ansiedad de terminar a tiempo la columna (se me perdonará la honestidad de confesar aquí que aún me faltan cuarenta y tres paginillas…; quizás debiese detener el paréntesis, volver al libro, y, ya con todos los elementos en la mano, sentir con justicia que a mis renglones no les falta nada).

Con la vehemencia por entregar en tiempo y forma mi colaboración semanal, reviviré la niñez de Caroline, desarraigada a los seis años de su natal Valparaíso. Durante la larga noche de Pinochet, al amparo de sus padres y junto a sus hermanos, la veré abordar un vuelo rumbo a Toronto, seguir camino hacia la isla de Montreal, eran los años ochenta, aterrizar en una Navidad de aeropuertos escarchados, solicitar refugio y abrir los ojos a una vida que comenzaba a cambiar de idioma, de clima y de cultura. Estaré allí, en este libro de nombres indecisos (como traducción posible del título, me gusta mucho “Allí donde me enraízo”, no sé por qué), estaré aquí, decía, persiguiendo los apuntes biográficos de alguien que me recordará a mis tres hijas, ellas también obligadas a trastocar las coordenadas de sus sueños. Al paso de sus días de escuela, paulatino iré proyectando nuestros recuerdos familiares entre las difíciles rutinas de los Dawson, y, por una de esas raras contraposiciones de la memoria, Valparaíso se parecerá muchísimo al Tampico que nosotros dejamos atrás. Por cierto, me parecerán íntegras las descripciones que el libro hace de los albergues para expulsados, los olores de las cocinas extranjeras, las palabras incomprensibles de otros niños desposeídos.

Me llamará la atención la lucidez de Caroline al comentar el mosaico de exilios que se concita en Canadá. Correré un día sí y otro también para terminar el libro, ya sólo me faltarán treinta y tres páginas, seguro lo acabaré a tiempo. De cada renglón seguirán escurriendo miradas y confusiones que yo mismo he sentido, y me identificaré pronto con los gélidos barrios de mi llegada a Quebec, con los trucos de gente pobre para exprimir hasta el último centavo de cada dólar, con los trabajitos de lo que sea para irla pasando o con las trampas para viajar gratis en el sistema público de transporte. Volveré a dudar del título y filosofaré de otra manera su raíz francesa: “Là où je me terre”, porque “terre” (tierra) tiene el mismo color fonético del verbo “taire” (callarse), y, tratando de no aburrir a los escasos lectores del miércoles, especularé con la posibilidad de que el nombre del libro en cuestión sea “Allí donde me callo”: desterrarse es vestirse de silencios nuevos, es refugiarse en murmullos extranjeros, es ocultarse inevitables en las palabras de un español a medio camino entre la timidez y la fatalidad de tener que vivir en otro idioma. Sí, los migrantes callamos para integrarnos discretos a la novedad de la existencia, porque el transterrado aprende pronto, según nos dice la autora, que lo más prudente será siempre “anonimarnos”.

En el café del desayuno intentaré leer a mansalva las últimas dieciséis paginillas. Y no acabaré la lectura, todavía. Entonces hablaré de los capítulos que me han sofocado el alma, la relación de Caroline Dawson con las bibliotecas y la historia de sus lecturas fundamentales. Descubriré un dolor ameno en sus opiniones sobre Víctor Hugo y Réjean Ducharme, y creeré entender el maravilloso desasosiego de una adolescente que no puede dar marcha atrás en la lengua francesa de sus escrituras venideras. Poco a poco, ella, Caroline, hija de chilenos expulsados, nieta de abuelas cuyas canciones de cuna se quedaron en silencio, irá exponiendo cómo un idioma extranjero pudo suplantar a su español nativo mientras nos informa, además, que la nueva identidad del refugiado siempre será la incertidumbre. Sí, somos habitantes de un cuestionamiento eterno: ¿valió la pena dejarlo todo? O, por qué no traducirlo así (vuelvo a los desafíos del título): “Allí donde hago tierra”. Podría ser, y durante días seguiré pensando que el libro lleva razón cuando señala que los exiliados aprendemos a humillarnos por necesidad, o que los migrantes latinoamericanos entramos a la cultura quebequense por la puerta trasera.

En el último párrafo decidiré no concluir nunca la lectura del libro, y dejaré para mejor ocasión las tres últimas hojas. Buscando que Caroline Dawson sea siempre un espejo “interminado” e interminable, desearé ilustrar la ternura con que se razona la tristeza mayor del transpatriado, a saber, la certeza de que en cualquier futuro, inmediato o todo lo contrario, siempre habrá otros y otras como nosotros. Y en un tono que se pretenderá un poco académico escribiré, además, que más allá de la lengua en que fue concebido, “Allí donde hago tierra” (esta es la mejor opción para traducir el título, supongo) nos enseña a nombrar el destierro, nos instruye en la ciencia de cambiar de suelos para seguir confiando en los cielos prometidos, e inscribiré el punto final con gesto compungido, acaso por lo mucho que habrá quedado en el tintero al hablar de un libro así. En fin…

Ahora que noviembre ya casi es otra cosa, leeré a Caroline Dawson en un título francés de traducción resbaladiza. En una interpretación por demás muy libre, podría ser “Allí donde yo me arraigo”… Tantas veces analizaré convertir “Là où je me terre” en algo a la altura de sus contenidos, también en algo a la altura de las gramáticas de la calle Colón, y nunca estaré seguro, y me gustará que así sea, claro que sí, pues en el desafío de traducir este título el lector transhispánico se presiente libre para caminar por las páginas y las edades de una niña migrante.

Comenzaré, pues, diciendo que este texto es una colección de memorias y un muestrario de añoranzas. Allí se nos informa, antes que nada, sobre la dictadura militar en Chile, la represión, el miedo y la naturalización del odio tras el golpe de 1973. Y, porque todo debe decirse, en la urgencia de exiliarse para salvar la vida, acompañaré las angustias de los Dawson con mi ansiedad de terminar a tiempo la columna (se me perdonará la honestidad de confesar aquí que aún me faltan cuarenta y tres paginillas…; quizás debiese detener el paréntesis, volver al libro, y, ya con todos los elementos en la mano, sentir con justicia que a mis renglones no les falta nada).

Con la vehemencia por entregar en tiempo y forma mi colaboración semanal, reviviré la niñez de Caroline, desarraigada a los seis años de su natal Valparaíso. Durante la larga noche de Pinochet, al amparo de sus padres y junto a sus hermanos, la veré abordar un vuelo rumbo a Toronto, seguir camino hacia la isla de Montreal, eran los años ochenta, aterrizar en una Navidad de aeropuertos escarchados, solicitar refugio y abrir los ojos a una vida que comenzaba a cambiar de idioma, de clima y de cultura. Estaré allí, en este libro de nombres indecisos (como traducción posible del título, me gusta mucho “Allí donde me enraízo”, no sé por qué), estaré aquí, decía, persiguiendo los apuntes biográficos de alguien que me recordará a mis tres hijas, ellas también obligadas a trastocar las coordenadas de sus sueños. Al paso de sus días de escuela, paulatino iré proyectando nuestros recuerdos familiares entre las difíciles rutinas de los Dawson, y, por una de esas raras contraposiciones de la memoria, Valparaíso se parecerá muchísimo al Tampico que nosotros dejamos atrás. Por cierto, me parecerán íntegras las descripciones que el libro hace de los albergues para expulsados, los olores de las cocinas extranjeras, las palabras incomprensibles de otros niños desposeídos.

Me llamará la atención la lucidez de Caroline al comentar el mosaico de exilios que se concita en Canadá. Correré un día sí y otro también para terminar el libro, ya sólo me faltarán treinta y tres páginas, seguro lo acabaré a tiempo. De cada renglón seguirán escurriendo miradas y confusiones que yo mismo he sentido, y me identificaré pronto con los gélidos barrios de mi llegada a Quebec, con los trucos de gente pobre para exprimir hasta el último centavo de cada dólar, con los trabajitos de lo que sea para irla pasando o con las trampas para viajar gratis en el sistema público de transporte. Volveré a dudar del título y filosofaré de otra manera su raíz francesa: “Là où je me terre”, porque “terre” (tierra) tiene el mismo color fonético del verbo “taire” (callarse), y, tratando de no aburrir a los escasos lectores del miércoles, especularé con la posibilidad de que el nombre del libro en cuestión sea “Allí donde me callo”: desterrarse es vestirse de silencios nuevos, es refugiarse en murmullos extranjeros, es ocultarse inevitables en las palabras de un español a medio camino entre la timidez y la fatalidad de tener que vivir en otro idioma. Sí, los migrantes callamos para integrarnos discretos a la novedad de la existencia, porque el transterrado aprende pronto, según nos dice la autora, que lo más prudente será siempre “anonimarnos”.

En el café del desayuno intentaré leer a mansalva las últimas dieciséis paginillas. Y no acabaré la lectura, todavía. Entonces hablaré de los capítulos que me han sofocado el alma, la relación de Caroline Dawson con las bibliotecas y la historia de sus lecturas fundamentales. Descubriré un dolor ameno en sus opiniones sobre Víctor Hugo y Réjean Ducharme, y creeré entender el maravilloso desasosiego de una adolescente que no puede dar marcha atrás en la lengua francesa de sus escrituras venideras. Poco a poco, ella, Caroline, hija de chilenos expulsados, nieta de abuelas cuyas canciones de cuna se quedaron en silencio, irá exponiendo cómo un idioma extranjero pudo suplantar a su español nativo mientras nos informa, además, que la nueva identidad del refugiado siempre será la incertidumbre. Sí, somos habitantes de un cuestionamiento eterno: ¿valió la pena dejarlo todo? O, por qué no traducirlo así (vuelvo a los desafíos del título): “Allí donde hago tierra”. Podría ser, y durante días seguiré pensando que el libro lleva razón cuando señala que los exiliados aprendemos a humillarnos por necesidad, o que los migrantes latinoamericanos entramos a la cultura quebequense por la puerta trasera.

En el último párrafo decidiré no concluir nunca la lectura del libro, y dejaré para mejor ocasión las tres últimas hojas. Buscando que Caroline Dawson sea siempre un espejo “interminado” e interminable, desearé ilustrar la ternura con que se razona la tristeza mayor del transpatriado, a saber, la certeza de que en cualquier futuro, inmediato o todo lo contrario, siempre habrá otros y otras como nosotros. Y en un tono que se pretenderá un poco académico escribiré, además, que más allá de la lengua en que fue concebido, “Allí donde hago tierra” (esta es la mejor opción para traducir el título, supongo) nos enseña a nombrar el destierro, nos instruye en la ciencia de cambiar de suelos para seguir confiando en los cielos prometidos, e inscribiré el punto final con gesto compungido, acaso por lo mucho que habrá quedado en el tintero al hablar de un libro así. En fin…