Al buen tuntún, bastaría comenzar el miércoles diciendo que las onomatopeyas representan un retorno a la infancia. Pero aún es septiembre, mes patrio, y las nostalgias del migrante de la calle Colón en el Polo Norte se potencian, y resulta tan infructuoso este anhelo de no salir corriendo al recuerdo de los desfiles militares en el centro, con aquellas bandas y las escuelas uniformadas y muchos carros militares y esas oleadas de aplausos al paso de los cadetes de la Naval o de los coches de bomberos, y etcétera.
Se oía el tamtam de los tambores, también el gong de platillos entre manos enguantadas para la ocasión, y de repente uno sólo puede agradecer la aparición de la palabra "batintín" en el primer párrafo de aquellos desfiles, porque la travesura de sus sílabas exige el regreso al tema del día: el juego de las onomatopeyas…
Batintín es un instrumento de percusión oriental, según recuerdo. Y una de las cosas que más llaman la atención a los desterrados hijos de la lengua española, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo, es la experiencia de las nuevas onomatopeyas en su sociedad de acogida. Al cambiar de idioma, un buen día el migrante asiste a la sorpresa de saber que los sonidos de los llantos y los besos cambian de ecos cuando se ama con otras gramáticas (vale la pena recordar que en castellano se besa con un “mua” y se llora con un “bua”). De hecho, mis primeras reacciones frente a la lengua de los perros boreales fue una sonrisa de incredulidad, mira que decir “wouf” cuando sabemos que en español se ladra de otro modo. ¿Más ejemplos de ello?..., claro que sí: el quiquiriquí de nuestros gallos se escucha “cocoricó” en francés, o “cock-a-doodle-doo” en inglés, y, en fin, se me perdonará la inercia de señalar, además, que en alemán los gallos amanecen cacareando un extrañísimo “kikerik”.
Las onomatopeyas representan un germen de infancia, insisto. Me gusta presentirlas como una semilla intocada de lo que alguna vez fuimos cuando comenzábamos a farfullar, a tartamudear, a cancanear, esto es, a chapurrear nuestras primeras palabras. Por ello, es muy grande la tentación de no ver en la niñez de cualquier balbuceo una proyección de nuestros verbos más primitivos, o, si se prefiere, un reflejo casi arqueológico de nuestros últimos silencios. Pero…, mejor hablar otro poco de las bulliciosas mañanas de aquellos días patrios en el centro de Tampico, cuando mi padre nos prohibía asomarnos a las ventanas del segundo piso: era muy peligroso, y ay de aquel.
Por supuesto, nos sorprendió en la desobediencia feliz de querer mirar el desfile a cualquier precio. Y zas, puf, crac, sálvese quien pueda, cuando mi hermana menor y yo salimos corriendo. El sonoro laberinto de aquel recuerdo me hace presentir, no sé por qué, que los migrantes somos seres iniciáticos, almas cuyos desarraigos recordarán siempre la primera vez que alguien nos explicó el lenguaje de los pájaros franceses. Dije bien: pájaros franceses, porque, en efecto, en la isla de Montreal las aves responden con su “cui-cui” al “pío-pío” más nuestro. En esta misma vena, los timbres locales suplantan el tilín de las puertas hispánicas con campanillazos que en la ciudad nórdica tintinean un elegantísimo “ding-dong”. Hay resonancias más universales, claro que sí, porque en Quebec tanto como en los sonsonetes del Golfo de México los grifos mal cerrados se reconocen a medianoche en el “plic-ploc” de los goteos, y lo mismo sucede con el achís de los estornudos, el tictac de los relojes a toda hora (nunca mejor dicho), el runrún de los chismes de vecindario, el gluglú de las buenas cervezas, y mejor obviar el regurgitar de los eructos y el espasmo de los vómitos.
Prosigo… Entre tareas de inviernos difíciles y deberes de diccionarios alterados, durante la escuela primaria de mis hijas comencé a sospechar que, en cualquier idioma, las onomatopeyas trascienden como la sonora reminiscencia que evoca el nacimiento del idioma. En este orden de reflexiones, estoy seguro de que mi generación recordará todavía los silabarios aquellos donde las onomatopeyas servían de guía y práctica para el aprendizaje: con métodos acaso milenarios, repetíamos que “la mamá Ema, el papá Pepe, Tito, Dadito y el oso Susú”, ¿se acuerdan? Un buen lingüista podría ilustrar, con mejores aliteraciones y cacofonías más eficaces, que el advenimiento de las onomatopeyas hizo florecer el milagro, ignorado por cotidiano, de enlazar las interjecciones a las sílabas, los exabruptos a las palabras, las voces a las ideas y las frases a los sentimientos. Yo, la verdad, prefiero seguir creyendo que gracias a ellas, a las onomatopeyas, toda palabra es un hecho incompleto, ¿cómo decirlo?, un acontecimiento siempre abierto a su posible renovación. Ah, sí, y después de aquel “badaboung” (así es como mi padre se hubiese enojado en lengua francesa), mi hermana menor y yo nos refugiamos en nuestros cuartos.
Dígase lo que se quiera, el expatriado también acude al juego de las onomatopeyas para triunfar sobre los desamparos. Aquellos murmullos ancestrales, resucitados en el estudio de una segunda lengua, representan asimismo peticiones de auxilio o súplicas de presencias, y, en fin, escondidos en el silencio de nuestros miedos, mi hermana menor y yo permanecimos atónitos hasta los últimos párrafos del día. Y, aunque hubiese sido imposible saberlo, nos quedaba el consuelo de los ecos, la extraña felicidad de imitar con nuestros susurros infantiles el chinchín de los desfiles en septiembre. Es más, casi en silencio confirmábamos a Chomsky con aquello de que en cada niño del mundo (en cada uno de sus asombros y de sus tartajeos) se vuelve a crear el idioma.
Como puede verse, el tema da para filosofar largo y tendido. Sin embargo, mejor concluir conjeturando que, en la infancia resucitada de las onomatopeyas extranjeras, las y los transterrados nos convertimos en la noticia más instintiva de un viaje milenario a la formación de las palabras.