Y saldré de casa, al mediodía. Habrá sol, como si el otoño hubiese decidido moverse de su lugar, o como si el verano se resistiese a morir, y al pasar por los jardines de la universidad sentiré la felicidad de la juventud regresando a las aulas. También, habrá demasiada frescura en el aire del último miércoles de septiembre, y pensaré en don Manuel, nacido muy por allá, en Portugal, porque hace un par de días se cayó grande con su cuerpo frágil, camino al café de los jubilados, y se partió la cara, y llamaron a la ambulancia, y hoy sí lo visitaré en el hospital de su convalecencia.
Y seguiré a pie rumbo al hospital, sobre las aceras indecisas del mediodía. Reconoceré el parque Jean-Brillant donde aún juegan mis memorias de recién llegado, cuando las hijas eran tan niñas y el bolsillo tan breve: había columpios luminosos de carcajadas y un tejido como de telarañas simulando un puente colgante. El parque estará en el lugar de siempre, con su piso de arena recordando la playa de Miramar o quizás la de Nazaré (el puerto natal de don Manuel). De hecho, se llama Manõel, y se apellida Tabares, y tiene 84 años, y más allá veré la clínica veterinaria donde rematábamos aquellos domingos, mis hijas y yo; les encantaban los cachorros multicolores y los gatos trastabillantes, y seguiré adelante tratando de no mirar hacia el taller mecánico donde cambiaba el aceite de mi viejo Toyota. Hace lustros que dejé de conducir, y para qué, porque nuestra relación con el tiempo se enriquece cuando comenzamos a caminarlo, un año o un siglo después de nuestro nacimiento.
Y seguiré a pie, rumbo al Hospital General de Montreal. Antes de llegar, miraré hacia el cementerio de Notre-Dame-des-neiges (Nuestra Señora de las Nieves, en el español de la calle Colón). Alguna vez tendría que escribir algo sobre las tumbas disimuladas en el horizonte de un valle sereno e infinito. Un arce descomunal, como de mil décadas de altura, sirve de glorieta, de obelisco vegetal que organiza los senderos invisibles y las lápidas a ras del césped. No hay mausoleos ni criptas, tampoco cenotafios, sólo la hondura infinita donde el otoño de cada otoño todo lo pinta de rojo. Muy a pesar de las tristezas propias del sitio, la luz se filtra con matices memorables, todo es reflejo del ocre y del amarillo, y muy pronto caerán millones de hojas sobre las veredas. Sí, quizás la semana próxima regresaré a confirmar la internacionalidad de las sepulturas.
Y seguiré adelante, también a pie por estos renglones, tratando de no distraerme de la vida de don Manuel que nació en Nazaré, que se fue de bruces, que se partió el rostro. Dejó su casa siendo tan joven, me lo ha dicho siempre con un entusiasmo repetido: no había cumplido los veinte y ya era un migrante profesional. Del otro lado del mar había un país de abundancias infinitas, le platicaron, los días olían a petróleo, le contaron, y dejó el Portugal de Salazar por la Venezuela de otro siglo, una república de leche y miel (sonreiré al escribirlo así, acaso demasiado bíblico). Se casó en Caracas, y allá aprendió a farfullar ese español quebrado con el que también me ha referido sus años de taxista en aquella ciudad de dinero fácil y de propinas irrepetibles.
Y seguiré a pie, bordeando el panteón de los finados griegos, los difuntos rumanos, italianos, turcos, ucranianos, y etcétera. ¿Y las y los hispanoamericanos?..., casi nunca los he leído sobre las losas de mis paseos, acaso porque a los expatriados de la lengua castellana nos gusta regresar a casa después de doblar la cerviz, y bastará decir esto último para dar rienda suelta a los mexicanismos del buen morir, a frases como entregar el equipo, hincar el pico, petatearse, estirar la pata, irse al cazo mocho. He de corroborar, además, que no hay signos religiosos en el camposanto, sólo mármoles incrustados sobre la línea del horizonte. La pretendida visita daría mucho material para un miércoles venidero, estoy seguro, cuando aquel árbol central permitiría citar a Musset: “queridos amigos, cuando muera, planten un sauce en el cementerio. Me encanta su follaje lloroso” (la traducción sólo podrá ser mía cuando describa la nacionalidad de los muertos rusos, armenios, filipinos, todos fallecidos en este país de escarchas casi perennes). Sacudiré la cabeza al entrar al hospital donde don Manuel, o don Manõel, estará internado en el decimoquinto piso, me dirán en la recepción. Me gustará comprobar que los nosocomios locales no imponen horas de visita, todo el tiempo es tiempo de un amigo enfermo, y, con su español incompleto, don Manuel me repetirá una vida que conozco de sobra, me hablará de su infancia en Nazaré, por ejemplo, de sus años taxistas en Caracas, de su hermana canadiense aconsejándole cambiar de exilio, porque había otro país de leche y miel muy cerca del Polo Norte.
Y de pie, un poco cansado por la caminata, lo escucharé con mi portugués de utilería. De repente, él recordará a cada uno de los veintidós taxistas que lo acompañaron hasta al aeropuerto de Maiquetía, cuando dejó Caracas y aterrizó en la isla de Montreal el 16 de marzo de 1968. Acá se reinventó como profesional de las grúas y excavadoras, de los güinches y buldóceres (qué fea palabra, “buldócer”, ¿no es cierto?: prometo no volver a desplegarla). Jamás había visto la nieve, por eso dejaba la cabina a cada rato, para sentir el piso helado y jugar con los copos sobre sus manos. Todo un espectáculo, sus primeros titiritares bajo cero, y luego me dirá que no, no sabe cuándo lo darán de alta, porque tropezó fuerte camino al café mientras ya, ya, ya estaba decidiendo yo dejar de lado el tema de los cementerios políglotas, para describirlo festivo, a don Manuel, para dibujarlo risueño de inviernos, a don Manõel, o, siquiera, para que vuelva pronto a su vocación de perito en tierras prometidas...