/ jueves 14 de noviembre de 2024

Autorretratos de hielo / Un día de perros difíciles

Ganó Trump, vaya tiempo, y mi vecino, como siempre, salió temprano a pasear su setter irlandés. Piel caribeña, pasos de trópico, andar desenvuelto, así es mi vecino cuando nos detuvimos a charlar: él piensa lo mismo, no puede ser, resulta increíble, Trump y la desesperanza… Se llama Philip, y en la isla de Montreal (donde también habitan todas las razas de todos los perros del mundo) hay que pedir permiso para acariciar a su ejemplar rojísimo, pelaje de ternuras, silencioso, diríase que perro de espíritu muy amable.

Philip viene de Jamaica, ahora lo recuerdo, cuando me ha dado permiso de encariñarme un minuto con ese ejemplar de perro maravilla. Responde al nombre de Lago, lo cual en inglés es más un juego fonético que una nostalgia de arroyos o riachuelos. Y con el triunfo de Trump hay que concluir que el sistema educativo americano fracasó. Si el electorado de un país opta por el miedo y el egoísmo en las urnas, es que no se ha hecho el trabajo de enseñar a soñar: no se ha cumplido con la luminosa tarea de picar piedra en las almas para que el “yo estoy bien” tenga resonancias eternas en el “todos estamos bien”. Perdón por estos romanticismos tan trasnochados, pero ganó Trump, volví a decirle a Philip, y, para los desarraigados de la calle Colón en Norteamérica, para los expatriados transhispánicos en el Polo Norte, el asunto reabre las heridas de la marginación, revive las llagas de la xenofobia, en fin, y la exclusión y el racismo volverán a ser políticas de Estado.

Cosas así me recorrían el ánimo mientras Lago me babeaba las manos. Después de mirar los lamparones de saliva en la camisa, me lancé al recuerdo entrañable del edificio de mi niñez, donde los españoles del cuarto piso tenían un chucho igualito: si la memoria no me traiciona, Kuko se llamaba aquel lebrel afectuoso. Ya por entonces debí sospechar las magias cruzadas de una mascota extranjera en la casa de una familia de refugiados venidos de Burgos. Arraigados en nuestro centro del mundo, en el sector más propicio para descifrar los arrullos del río Pánuco, el mundo parecía conspirar a favor de mil casualidades imposibles para que un perro irlandés fuese mexicano entre desplazados españoles huyendo del franquismo.

Pero ganó Trump, y, qué duda cabe, Lago es un perro ideal para un día difícil. A veces, también, me topo con gente de facciones orientales, sobre todo en las calles cercanas a la colina de Mont-Royal. De China o Vietnam, filipinos o de Camboya, quizás coreanos, y en las correas de sus paseos presumen orgullosos un pastor alemán, algún husky siberiano, un “malamute” venido de Alaska, un “fox-terrier”, un terranova o un san bernardo parecidos a los filmes de Holly-wood. Pero mis preferidos, insisto, serán siempre los parientes de Lago y de Kuko, pues ellos me sostienen para decir que los migrantes no somos criminales, o para insistir, hasta que la voz se destiña en estos renglones, que no puede ser, porque ganó el egoísmo y perdió el quijotismo, ganó la intransigencia y perdió la transparencia... ¿Decía?, ah, sí, y la isla de Montreal amaneció cubierta de un silencio distinto, sí, por culpa de Trump despertamos envueltos en un sopor que nos hacía bajar la mirada para disimular la tristeza. Y aunque lo que pedía el alma era salir a gritar a Ortega y Gasset en los jardines boreales: “¡yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo!”, en los perros de noviembre es común descubrir un asombroso tejido de nacionalidades abiertas y de identidades contrarrestadas.

¿Nacionalidades contrarrestadas?... Lo que quise decir, en el sentido más liberal de la expresión, es que hay ciudades así, como la isla de Montreal (donde se hablan más de 150 lenguas), y que hay días así (áridos de pesimismo), en que lo mejor es distraerse enlazando el pasaporte de la gente con la casta de sus mascotas. Por cierto, cerca de casa vive un hombre venido de vaya uno a saber dónde, de Portugal lo mismo que de Argelia, de Turquía con rostro de Singapur: suele salir a callejear un mastín tibetano, enorme, peludísimo, semblante de dogo aburrido, mirada de sabueso cansado, ¿cómo decirlo?, parsimonia como de ferocidad en reposo.

Mi hija, transpatriada de segunda generación (y ciudadana extensiva del parque Méndez, que nadie lo dude), prefiere las razas microscópicas. Lo suyo, por así decirlo, son las variantes de pekineses, los híbridos de “shih-tzu” y “chow-chow” y “lhasa apso”, por ejemplo. Por la extrañeza de tales nombres, esas no son razas sino marcas de perros, suelo bromear: Toshibas de patas minúsculas, Mitsubishis que ladran en voz baja, Toyotas alimentados con croquetas diminutas. Sea como sea, en tan impensado mosaico de linajes, de perros orientales al amparo de migrantes del Golfo de México, de cimarrones uruguayos deambulando por las calles del Polo Norte bajo el ojo avizor de mis vecinas sudafricanas, o de los galgos rusos, o de los ovejeros australianos, o de los dogos argentinos, o de los chihuahueños de mi buena memoria, sí, en la imbricación de tan caninos abolengos se reconocen los aspavientos de un caldero en ebullición.

Si bien es cierto que compartimos nuestra identidad con las cosas, los animales, los colores, las frutas y muchos etcéteras más, no lo hacemos para promover soledades. De hecho, y gracias a este rompecabezas de pedigrís y de ciudadanías, es posible señalar que lo hacemos para agilizar su bella “(con)fusión” entre nosotros. Y en el último párrafo del miércoles, y porque ganó Trump, se impone decir además que habitamos un mundo de esperanzas multiculturales y de ladridos transnacionales. Porque, en efecto, a menudo un setter irlandés basta para entender que la vida es la sorpresa de nuestras diferencias, es una fiesta miscelánea, en fin, un batiburrillo de todas las alteridades que alguna vez llegarán a completarnos.

Ganó Trump, vaya tiempo, y mi vecino, como siempre, salió temprano a pasear su setter irlandés. Piel caribeña, pasos de trópico, andar desenvuelto, así es mi vecino cuando nos detuvimos a charlar: él piensa lo mismo, no puede ser, resulta increíble, Trump y la desesperanza… Se llama Philip, y en la isla de Montreal (donde también habitan todas las razas de todos los perros del mundo) hay que pedir permiso para acariciar a su ejemplar rojísimo, pelaje de ternuras, silencioso, diríase que perro de espíritu muy amable.

Philip viene de Jamaica, ahora lo recuerdo, cuando me ha dado permiso de encariñarme un minuto con ese ejemplar de perro maravilla. Responde al nombre de Lago, lo cual en inglés es más un juego fonético que una nostalgia de arroyos o riachuelos. Y con el triunfo de Trump hay que concluir que el sistema educativo americano fracasó. Si el electorado de un país opta por el miedo y el egoísmo en las urnas, es que no se ha hecho el trabajo de enseñar a soñar: no se ha cumplido con la luminosa tarea de picar piedra en las almas para que el “yo estoy bien” tenga resonancias eternas en el “todos estamos bien”. Perdón por estos romanticismos tan trasnochados, pero ganó Trump, volví a decirle a Philip, y, para los desarraigados de la calle Colón en Norteamérica, para los expatriados transhispánicos en el Polo Norte, el asunto reabre las heridas de la marginación, revive las llagas de la xenofobia, en fin, y la exclusión y el racismo volverán a ser políticas de Estado.

Cosas así me recorrían el ánimo mientras Lago me babeaba las manos. Después de mirar los lamparones de saliva en la camisa, me lancé al recuerdo entrañable del edificio de mi niñez, donde los españoles del cuarto piso tenían un chucho igualito: si la memoria no me traiciona, Kuko se llamaba aquel lebrel afectuoso. Ya por entonces debí sospechar las magias cruzadas de una mascota extranjera en la casa de una familia de refugiados venidos de Burgos. Arraigados en nuestro centro del mundo, en el sector más propicio para descifrar los arrullos del río Pánuco, el mundo parecía conspirar a favor de mil casualidades imposibles para que un perro irlandés fuese mexicano entre desplazados españoles huyendo del franquismo.

Pero ganó Trump, y, qué duda cabe, Lago es un perro ideal para un día difícil. A veces, también, me topo con gente de facciones orientales, sobre todo en las calles cercanas a la colina de Mont-Royal. De China o Vietnam, filipinos o de Camboya, quizás coreanos, y en las correas de sus paseos presumen orgullosos un pastor alemán, algún husky siberiano, un “malamute” venido de Alaska, un “fox-terrier”, un terranova o un san bernardo parecidos a los filmes de Holly-wood. Pero mis preferidos, insisto, serán siempre los parientes de Lago y de Kuko, pues ellos me sostienen para decir que los migrantes no somos criminales, o para insistir, hasta que la voz se destiña en estos renglones, que no puede ser, porque ganó el egoísmo y perdió el quijotismo, ganó la intransigencia y perdió la transparencia... ¿Decía?, ah, sí, y la isla de Montreal amaneció cubierta de un silencio distinto, sí, por culpa de Trump despertamos envueltos en un sopor que nos hacía bajar la mirada para disimular la tristeza. Y aunque lo que pedía el alma era salir a gritar a Ortega y Gasset en los jardines boreales: “¡yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo!”, en los perros de noviembre es común descubrir un asombroso tejido de nacionalidades abiertas y de identidades contrarrestadas.

¿Nacionalidades contrarrestadas?... Lo que quise decir, en el sentido más liberal de la expresión, es que hay ciudades así, como la isla de Montreal (donde se hablan más de 150 lenguas), y que hay días así (áridos de pesimismo), en que lo mejor es distraerse enlazando el pasaporte de la gente con la casta de sus mascotas. Por cierto, cerca de casa vive un hombre venido de vaya uno a saber dónde, de Portugal lo mismo que de Argelia, de Turquía con rostro de Singapur: suele salir a callejear un mastín tibetano, enorme, peludísimo, semblante de dogo aburrido, mirada de sabueso cansado, ¿cómo decirlo?, parsimonia como de ferocidad en reposo.

Mi hija, transpatriada de segunda generación (y ciudadana extensiva del parque Méndez, que nadie lo dude), prefiere las razas microscópicas. Lo suyo, por así decirlo, son las variantes de pekineses, los híbridos de “shih-tzu” y “chow-chow” y “lhasa apso”, por ejemplo. Por la extrañeza de tales nombres, esas no son razas sino marcas de perros, suelo bromear: Toshibas de patas minúsculas, Mitsubishis que ladran en voz baja, Toyotas alimentados con croquetas diminutas. Sea como sea, en tan impensado mosaico de linajes, de perros orientales al amparo de migrantes del Golfo de México, de cimarrones uruguayos deambulando por las calles del Polo Norte bajo el ojo avizor de mis vecinas sudafricanas, o de los galgos rusos, o de los ovejeros australianos, o de los dogos argentinos, o de los chihuahueños de mi buena memoria, sí, en la imbricación de tan caninos abolengos se reconocen los aspavientos de un caldero en ebullición.

Si bien es cierto que compartimos nuestra identidad con las cosas, los animales, los colores, las frutas y muchos etcéteras más, no lo hacemos para promover soledades. De hecho, y gracias a este rompecabezas de pedigrís y de ciudadanías, es posible señalar que lo hacemos para agilizar su bella “(con)fusión” entre nosotros. Y en el último párrafo del miércoles, y porque ganó Trump, se impone decir además que habitamos un mundo de esperanzas multiculturales y de ladridos transnacionales. Porque, en efecto, a menudo un setter irlandés basta para entender que la vida es la sorpresa de nuestras diferencias, es una fiesta miscelánea, en fin, un batiburrillo de todas las alteridades que alguna vez llegarán a completarnos.