/ miércoles 2 de octubre de 2024

Autorretratos de hielo / Tequila, anís y un poco de ron

El migrante de la calle Colón en Norteamérica sabe que el mundo está hecho de proporciones…, y también de equilibrios. Al menos, así es como se lo explica en su dividida condición de transterrado, cuando se convierte en centinela de coincidencias, en expedicionario de casualidades, esto es, en explorador de azares paralelos. Lo que en verdad le fascina son todos esos momentos que, al repetirse en ambos lados de su biografía, logran armonizar las dos etapas de su vida, a saber, la prehistoria de su calle natal en la coyuntura de su expulsión, la semilla de sus memorias tropicales en el florecer de sus vagabundeos por el Polo Norte.

Pero, mejor no distraerse demasiado y anunciar a las claras, desde los primeros párrafos del día, que hoy lo que toca es recordar a un viejo amigo. ¿Cómo decirlo?, toca convertirlo en el contrapeso perfecto para ilustrar sin deslices (aquí casi digo “sin cortapisas”, pero las memorias de juventud se empobrecen con los cultismos, creo yo) que las y los hijos del destierro somos buscadores instintivos de sincronías. Y a Marco Tulio lo conocí en abril, allá por los años ochenta, y fue una amistad de las que se hacen eternas al botepronto, cuando en su casa de la colonia Minerva corría el gusto por el buen ron y los sonetos, la ópera y el huitlacoche, las películas de Ana Belén y la política, cuando México era un país de economías en desorden y de libertades en peligro. También hablábamos largo de futbol y de literatura, y le gustaban muchísimo los versos de Jaime Sabines, “he aquí el que queda (…), díganle lo que saben ustedes, lo que ignoran, una palabra de alegría, otra de amor, y que sueñe”.

Lo mío, él lo sabía, era el gusto por el beisbol. Me gustaba sorprenderlo con las historias del Parque Alijadores de mi niñez; uno podía robarse la segunda base con un buque de carga entrando a los fondeaderos, asistir a los cuadrangulares de Héctor Espino con remolcadores y otros lanchones en el paisaje, y, sobre todo, esperar la llegada de aquel tren increíble invadiendo el jardín derecho para completar los “innings” más extraordinarios de cualquier partido. Al escucharme con atención, pronto comprendí que Marco Tulio tenía oficio de sorpresas, de las propias tanto como de las ajenas. Nacido en Ciudad Mante, y en la escuela secundaria había sido alumno del mismísimo don Ramón Cano Manilla (muralista que hizo historia junto a Frida Kahlo y Diego Rivera, entre otros). Y a mí me deleitaba, sobre todo, oír su sabiduría de árboles, comentar la belleza de los palos de rosa y las jacarandas: los tabachines tenían hojas de sombras amenas, decía, también las buganvilias y las trinitarias, y muy joven se fue a estudiar economía a la UNAM.

A los amigos que lo frecuentábamos nos llevaba más de veinte años de distancia, y qué importaba. Nos gustaba su espíritu veinteañero al narrar la juerga en que conoció en persona a Chavela Vargas, la de “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida” que saboreábamos en el equipo estereofónico de su casa acompañados de un buen tequilita o de un mejor mezcal. Asimismo, tomó parte en las marchas de aquel septiembre llegado con dolor a la matanza del 2 de octubre, cuando, por cierto, hoy celebramos otro año de Tlatelolco (el 68 es herida que no cierra porque no nos hemos atrevido a nombrarla como Dios manda, nos decía).

Después vino el mundial de futbol, el de México 86. Marco Tulio ya era un ejecutivo de renombre cuando lo conocí, auditor interno de compañías rimbombantes donde comenzaron a circular los boletos de cortesía, las entradas como premios de productividad para directivos y empleados de confianza, y, mira tú, meses antes de dar inicio la Copa del Mundo le había tocado en suerte un partido de selecciones incógnitas en el Azteca, aquellos cuartos de final que hicieron historia, cuando Dieguito, el “barrilete cósmico…, el genio, genio, genio del futbol mundial” marcó gol “dejando en el camino a tanto inglés”. Marco Tulio estuvo presente en las butacas de aquel milagro, y nos lo contaba sin aspavientos, porque lo importante no era Maradona sino el anís y el café expreso que preparaba al final de las comilonas de cada sábado, un poco antes de llegar al ron jamaicano con que arreglábamos el mundo (a veces nos sorprendía con marcas venezolanas, otras, con botellas traídas de Dominicana, de Veracruz o de La Habana). Fumaba pipa, y, dicho sea como de paso, la sutileza de sus formas narraba con asombros tranquilos aquel día de junio en que Argentina venció a Inglaterra, cuando lo de “la mano de Dios”..., y luego, claro, murió a la distancia, quise decir, cuando yo ya era peregrino profesional.

Ya, ya casi concluyo, porque la semana pasada se organizó una cena de amigos hispánicos. Entre los primeros fríos del otoño y los incipientes sonrojos de los árboles en la ciudad nórdica, hubo anís en la sobremesa; yo aporté una de tequila, y, para cerrar la noche, se sirvió Barbancourt, ese ron haitiano tan de levantar las cejas y tan de recordar a Marco Tulio. Entonces, para que la noche del último sábado de septiembre en la isla de Monreal terminara de suceder con equilibrios perfectos en la colonia Minerva de hace muchos años, derivé la charla hacia Sabines, compartí mis canciones de Chavela, hablamos de muralistas mexicanos y del gol insólito de Maradona (“en la jugada de todos los tiempos”). Y, en la inercia de las charlas políticas, ensayé a filosofar la Plaza de las Tres Culturas presintiendo en voz alta que aquel 1968 de tristezas nacionales terminaría de suceder de una buena vez cuando aprendiésemos a nombrar Tlatelolco con todas sus letras, sin misterios ni secretos de Estado, sin revanchismos ni perdones forzados, dentro y fuera de los libros de Historia…, sin titubeos, pero también sin hipocresías. Entonces, sólo entonces, acaso seremos miércoles y octubres un poco menos inciertos.