/ miércoles 31 de julio de 2024

Autorretratos de hielo / Redundancias de una cajera

La idea terminó de cuadrar durante la fila del supermercado. Detesto las cajas automáticas, mejor un rostro que una pantalla, mejor un gesto de cansancio que mi mano anticuada recorriendo el menú de opciones, sí, mejor una sonrisa posible (o el reflejo del tedio en un rostro) antes que las instrucciones de uso para insertar la tarjeta, pagar con dinero que no veo y que me agradezcan la compra con palabras prefabricadas. La vida cambia tan rápido en todas partes, en el Golfo de México lo mismo que en el Polo Norte: el tiempo no tiene tiempo de acostumbrarse a nuestras costumbres…, perdón por estas redundancias tan necesarias para expresar el ensimismamiento que me producen las automatizaciones.

La tecnología debería estar a nuestro servicio, y no a la inversa, ser herramienta y no un ideal en rapidísima evolución. “La velocidad es la seña del hombre moderno” criticaba César Vallejo, aquel peruano fundamental que nos enseñó a descreer de tantos espejismos existenciales. Sea como sea, allí estaba ella, detrás de la caja, como siempre desde hace varios meses cuando por primera vez la vi en el supermercado y supe confundirla con los habitantes de mi memoria. Alta como un roble de piel oscura, era tan parecida a Sandra, la hija menor de mis vecinos en la calle Colón. Hermana de Hugo y Miguel, también de Carlitos, el menor, era la única familia de ascendencia jamaicana en todo Tampico, y acaso debido a eso era imposible sujetar la memoria de Sandra en el santiamén eterno de un cliente dispuesto a esperar cinco eternidades en esa fila (las redundancias me resultan imprescindibles para triunfar sobre una vida hecha de pantallas y de máquinas registradoras, no sé por qué).

Eran igualitas, casi calcadas, Sandra y la cajera. Como dos gotas de agua, según deben seguir diciendo las abuelas de la lengua española. Sobre todo, la recuerdo en aquella primaria bilingüe donde aprendimos los rudimentos del inglés, en la colonia Altavista; en las horas sueltas de cualquier tarde, también era posible saludarla junto a su madre, siempre junto a doña Martha caminando con ese ritmo calmoso e inigualable que tienen las almas emparentadas con el Caribe. “Nadie puede decirse moderno sino mostrándose rápido”, ironizaba Vallejo, en fin, pareciese que la única virtud incuestionable hoy en día es ser veloz a toda hora y eficaz en todo lugar, automático y ágil en una estación de gasolina lo mismo que en un bostezo. Por cierto, el mundo de las mujeres del vecindario nos estaba prohibido, las sentíamos como un coto vedado: sólo podíamos sospecharlas sospechosas, intuirlas intuitivas, creerlas increíbles en las redundancias más esenciales del último miércoles de julio.

Llegados a la adolescencia concluí que Sandra poseía una bondad diferente. Tenía una soltura de regodeos que no he mirado en nadie más. Comparada con la edad paralela de mis hermanas, o con las compañeras del colegio, lo suyo era la rienda suelta en los regocijos, ¿cómo decirlo?, era un alma desbocada de felicidades ocasionales. Tantas cosas seguían sucediendo en mi memoria cuando ya casi era mi turno y la cajera tenía el mismo cabello, las mismas trencitas y también las mismas uñas infinitas con que Sandra nos rasguñaba cuando sin querer nos íbamos de la lengua en su presencia. Ah, sí, y el propio César Vallejo nos aconsejaba “no confundir la velocidad con la ligereza, tomada esta palabra en el sentido de banalidad”, y sólo por eso, por lo mucho que la empleada me permitía continuar citando a Vallejo en el supermercado volví a comparar su sonrisa con las sonrisas de Sandra que un par de años después también tomó el camino del Norte. Era el México convulsionado por las crisis políticas y los cataclismos financieros, principios de los años noventa, ¿qué más se podía hacer entonces?

Casi toda su familia arraigó en el sector más mexicano de Los Ángeles, allá en El Monte. Un par de lustros fueron californianos de tiempo completo. Después, se mudaron a Salt-Lake City, y muy pronto Sandra casó con Felipe, él nativo de Culiacán, ambos sin papeles, ambos enamorados sin residencia fija y viviendo un matrimonio ejemplar, ambos huérfanos de los permisos de trabajo y también ajenos a las cédulas de la seguridad social. Y todo este camino caminado (acaso este sería un buen título para la columna del día: “Redundancias de una cajera sin par”), todo este trayecto ha sido justo y necesa-rio para explicar que tuvieron dos hijos. Al mayor lo llamaron Mario, como el abuelo, y siempre representó una esperanza diferente para Sandra y Felipe, pues alcanzada la mayoría de edad aquel niño podría tramitarles los papeles de residencia. Según lo aconsejara su abogado migratorio, aplicarían el derecho de la sangre o del suelo, o algo así…

La última vez que los vi, durante un Año Nuevo de cenas homéricas en Utah hace algún tiempo, Mario estaba por cumplir los 21 años. Sandra y Felipe tramitarían pronto la “Greencard”, ¡más tarde solicitarían la ciudadanía americana!, por fin serían una familia sin sobresaltos gracias a la vida de un hijo vivido y celebrado por partida doble. Y porque aún no era mi turno, me distraje desmenuzando los cumpleaños de aquel primogénito: 21 años, un total de 252 meses, 1,092 semanas, 7,665 días, 183,960 horas (calcular los minutos hubiese exigido más minutos en la fila), demasiado tiempo hubo que esperar para regularizar su estatus migratorio y para que Sandra pudiese recuperar sus carcajadas más instintivas. Frente a las facciones de la cajera, pensé una última vez en César Vallejo, porque de todos las almas que contemplan la vida, “la que más pronto se emociona, esa es la más moderna”. Así decía aquel poeta peruano y de regreso en las aceras del verano boreal comencé a conjeturar que los cumpleaños del transterrado son aniversarios de doble fondo: migrar es redundarse, es reiterarse, reflexionaba camino a casa, es repetir hasta el cansancio que somos los mismos calle adentro de nuestras actas de nacimiento que calle afuera de cualquier destierro.

La idea terminó de cuadrar durante la fila del supermercado. Detesto las cajas automáticas, mejor un rostro que una pantalla, mejor un gesto de cansancio que mi mano anticuada recorriendo el menú de opciones, sí, mejor una sonrisa posible (o el reflejo del tedio en un rostro) antes que las instrucciones de uso para insertar la tarjeta, pagar con dinero que no veo y que me agradezcan la compra con palabras prefabricadas. La vida cambia tan rápido en todas partes, en el Golfo de México lo mismo que en el Polo Norte: el tiempo no tiene tiempo de acostumbrarse a nuestras costumbres…, perdón por estas redundancias tan necesarias para expresar el ensimismamiento que me producen las automatizaciones.

La tecnología debería estar a nuestro servicio, y no a la inversa, ser herramienta y no un ideal en rapidísima evolución. “La velocidad es la seña del hombre moderno” criticaba César Vallejo, aquel peruano fundamental que nos enseñó a descreer de tantos espejismos existenciales. Sea como sea, allí estaba ella, detrás de la caja, como siempre desde hace varios meses cuando por primera vez la vi en el supermercado y supe confundirla con los habitantes de mi memoria. Alta como un roble de piel oscura, era tan parecida a Sandra, la hija menor de mis vecinos en la calle Colón. Hermana de Hugo y Miguel, también de Carlitos, el menor, era la única familia de ascendencia jamaicana en todo Tampico, y acaso debido a eso era imposible sujetar la memoria de Sandra en el santiamén eterno de un cliente dispuesto a esperar cinco eternidades en esa fila (las redundancias me resultan imprescindibles para triunfar sobre una vida hecha de pantallas y de máquinas registradoras, no sé por qué).

Eran igualitas, casi calcadas, Sandra y la cajera. Como dos gotas de agua, según deben seguir diciendo las abuelas de la lengua española. Sobre todo, la recuerdo en aquella primaria bilingüe donde aprendimos los rudimentos del inglés, en la colonia Altavista; en las horas sueltas de cualquier tarde, también era posible saludarla junto a su madre, siempre junto a doña Martha caminando con ese ritmo calmoso e inigualable que tienen las almas emparentadas con el Caribe. “Nadie puede decirse moderno sino mostrándose rápido”, ironizaba Vallejo, en fin, pareciese que la única virtud incuestionable hoy en día es ser veloz a toda hora y eficaz en todo lugar, automático y ágil en una estación de gasolina lo mismo que en un bostezo. Por cierto, el mundo de las mujeres del vecindario nos estaba prohibido, las sentíamos como un coto vedado: sólo podíamos sospecharlas sospechosas, intuirlas intuitivas, creerlas increíbles en las redundancias más esenciales del último miércoles de julio.

Llegados a la adolescencia concluí que Sandra poseía una bondad diferente. Tenía una soltura de regodeos que no he mirado en nadie más. Comparada con la edad paralela de mis hermanas, o con las compañeras del colegio, lo suyo era la rienda suelta en los regocijos, ¿cómo decirlo?, era un alma desbocada de felicidades ocasionales. Tantas cosas seguían sucediendo en mi memoria cuando ya casi era mi turno y la cajera tenía el mismo cabello, las mismas trencitas y también las mismas uñas infinitas con que Sandra nos rasguñaba cuando sin querer nos íbamos de la lengua en su presencia. Ah, sí, y el propio César Vallejo nos aconsejaba “no confundir la velocidad con la ligereza, tomada esta palabra en el sentido de banalidad”, y sólo por eso, por lo mucho que la empleada me permitía continuar citando a Vallejo en el supermercado volví a comparar su sonrisa con las sonrisas de Sandra que un par de años después también tomó el camino del Norte. Era el México convulsionado por las crisis políticas y los cataclismos financieros, principios de los años noventa, ¿qué más se podía hacer entonces?

Casi toda su familia arraigó en el sector más mexicano de Los Ángeles, allá en El Monte. Un par de lustros fueron californianos de tiempo completo. Después, se mudaron a Salt-Lake City, y muy pronto Sandra casó con Felipe, él nativo de Culiacán, ambos sin papeles, ambos enamorados sin residencia fija y viviendo un matrimonio ejemplar, ambos huérfanos de los permisos de trabajo y también ajenos a las cédulas de la seguridad social. Y todo este camino caminado (acaso este sería un buen título para la columna del día: “Redundancias de una cajera sin par”), todo este trayecto ha sido justo y necesa-rio para explicar que tuvieron dos hijos. Al mayor lo llamaron Mario, como el abuelo, y siempre representó una esperanza diferente para Sandra y Felipe, pues alcanzada la mayoría de edad aquel niño podría tramitarles los papeles de residencia. Según lo aconsejara su abogado migratorio, aplicarían el derecho de la sangre o del suelo, o algo así…

La última vez que los vi, durante un Año Nuevo de cenas homéricas en Utah hace algún tiempo, Mario estaba por cumplir los 21 años. Sandra y Felipe tramitarían pronto la “Greencard”, ¡más tarde solicitarían la ciudadanía americana!, por fin serían una familia sin sobresaltos gracias a la vida de un hijo vivido y celebrado por partida doble. Y porque aún no era mi turno, me distraje desmenuzando los cumpleaños de aquel primogénito: 21 años, un total de 252 meses, 1,092 semanas, 7,665 días, 183,960 horas (calcular los minutos hubiese exigido más minutos en la fila), demasiado tiempo hubo que esperar para regularizar su estatus migratorio y para que Sandra pudiese recuperar sus carcajadas más instintivas. Frente a las facciones de la cajera, pensé una última vez en César Vallejo, porque de todos las almas que contemplan la vida, “la que más pronto se emociona, esa es la más moderna”. Así decía aquel poeta peruano y de regreso en las aceras del verano boreal comencé a conjeturar que los cumpleaños del transterrado son aniversarios de doble fondo: migrar es redundarse, es reiterarse, reflexionaba camino a casa, es repetir hasta el cansancio que somos los mismos calle adentro de nuestras actas de nacimiento que calle afuera de cualquier destierro.