Sucedió al doblar la esquina de la avenida Mont-Royal, en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo. Entonces comprendí la raíz del bullicio, notorio a varias calles de distancia, porque había fiesta en el parque de mis paseos cotidianos.
Pero hoy, con un sol de octubre y árboles rojísimos como telón de fondo, aquello era un festejo diferente (un guateque distinto, diríamos en la calle Colón), porque el Centro Cultural Marroquí ofrecía un festival de música, y era difícil, difícil pero muy entretenido, deambular por los quioscos, mirar las mesas de las artesanías, contemplar las túnicas y los sombreros fez a precios rebajados, así los anunciaban, admirar las alfarerías típicas y oler los platos tradicionales: cuscús y tajines, panes y embutidos de nombres olvidadizos, especias y condimentos difíciles de guardar en la memoria llegado el día de escribirlo, aquí mismo…
La fiesta (o la pachanga, también así es como lo diríamos en el Golfo de México) parecía inolvidable. El grupo musical, guitarra, bajo, batería y solista, lo envolvía todo: los jardines y la mirada, las aceras y el otoño, los senderos y la curiosidad por descubrir cómo, ¿cómo se celebra la vida en otra lengua? Crucé rápido por la espalda del ruido, entre decenas de banderas marroquíes, rojas con estrella verde de cinco puntas al centro, y era difícil entrar en las algarabías de la gente, tan arracimada, tan apiñada, tan apretujada, con los brazos en alto siguiendo ritmos que lo mismo eran canciones de cuna que cantares de gesta. La felicidad exige entenderla, deducir las voces que la vehiculan, filosofé asombrado, y porque esas melodías podían ser cualquier cosa, baladas de amor o coplas de nostalgia, en silencio he recordado los primeros días de mi destierro, hace casi tres décadas, cuando no conocía a nadie en el Polo Norte, cuando mis dejes de la Plaza de Armas habían entrado en reposo, cuando la vida exigía ser hablada con nuevas gramáticas.
También descubrí algunas banderas de Palestina. Pero la música, insisto, era un jolgorio indescifrable (en otros lados dirían holgorio, aunque en el río Pánuco nunca dejaríamos de pronunciar la jota de los júbilos, las jaranas, las juergas, los jollines o los jaleos tropicales). Había mujeres con el velo musulmán sobre la cabeza, hiyab le llaman, casi todas de rasgos matriarcales, adolescentes queriendo escapar a la tutela de sus padres y mucha juventud en estado de gracia. Sentir las voces árabes que poblaban la tarde y recordar mis primeras caminatas en la isla de Montreal fue todo uno, cuando yo podía pasar varias semanas sin hablar en buen cristiano, quise decir, sin desempolvar las olas de mi español oriundo de Miramar. Y, sin embargo, el milagro sucedía: aquí y acullá a menudo tropezaba con alguien nacido en otros rincones de la lengua castellana, unas veces en los supermercados o en las oficinas de Gobierno, otras en las salidas del metro o en los autobuses o en los cines de una ciudad que poco a poco iba asumiendo como propia.
Llamaban mi atención, sobremanera, las parejas en el parque de la fiesta marroquí. Ellos y ellas suelen ser tímidos a la hora del cortejo, y, a pesar de tanta estridencia (para humanizar la descripción convendría acudir aquí a palabras de andar por casa, cosas como bulla o rumba, o siquiera como reventón), sí, muy a pesar del alboroto, era posible reconocer el rostro de los enamorados mientras otra vez regresaba a la memoria de mis errancias iniciáticas en la ciudad cosmopolita. Días hubo en que, sin saber cómo ni por qué, a la menor oportunidad de una charla en español salía de mí un aluvión de frases, ¿cómo decirlo?, un chubasco de voces. En ese diluvio de expresiones, mis sorprendidos interlocutores, otros transterrados como yo, rioplatenses o andaluces, caribeños o andinos, centroamericanos o canarios, ponían gestos de buenos modales, y lo entendían, claro que comprendían el síndrome del silencio acumulado, ese trastorno verbal que define a quien acaba de llegar al exilio sin fecha precisa para el regreso a sus inflexiones más íntimas.
Por lo demás, en Tampico diríamos fandango y hablaríamos de los bailongos, ¿o me equivoco? Sea como sea, el mar agitado del vocerío en árabe, en aquel festival del Magreb, en ese parque tan bochinchero, siguió arrojándome a las playas del instante en que por primera vez llevé la cuenta de los días sin hablar en mi lengua, durante los meses que siguieron a mi arribo a la isla de Montreal. ¿Mi récord en aquel mutismo de recién llegado?: tres semanas completitas sin estar en el idioma heredado, veintiuna jornadas de jugar a solas con mis proverbios (“no por mucho silenciar se anochece más temprano”, me decía, “botellita de jerez, todo lo que calles será al revés”, sonreía, “viejo el silencio, y reverdece”), en fin, veintiún días antes de que Carles y Gemma, pareja catalana, me invitaran a cenar hamburguesas. Fueron dos horas de hemorragias verbales, las recuerdo como si fuese ayer, mientras se enfriaba el plato del pan, la carne, la ensalada y las papas fritas.
El alma quería ponerse al día después de tantos sigilos, supongo, frente a una hamburguesa que casi no toqué… Y ya casi para salir del parque, dejando atrás las banderas de Marruecos, de nueva cuenta les pedí perdón, a Gemma y a Carles, en esa memoria de hace muchos años. No, no era falta de cortesía, les repetí varias veces, sino tres semanas completitas sin estar en las voces de lo nuestro. Tampoco era mala educación, y mil disculpas, les insistí tanto en aquel día (y también en el último párrafo del miércoles en que los evoco): fue tan sólo la necesidad de volver a presentirme instintivo en lo dicho y connatural en lo callado, porque el migrante, venga de donde venga, vive para recordar estas cosas, sobre todo la fecha insólita en que por primera vez nos convertimos en la silenciosa contabilidad de nuestros propios suspiros.