Admitamos que a todos nos encanta recordar. Recordar, sobre todo, la primera vez de algo: en Occidente somos culturas de ritos iniciáticos, sociedades aficionadas a las primicias, psicologías del estreno constante o del debut anhelado, ¿no es cierto? Para lo que ocupa decir en el primer párrafo del miércoles, admitamos asimismo que la distancia permite observarlo todo con menos incertidumbre: al cambiar de suelos, nuestros atavismos quedan expuestos, y es entonces que entendemos mejor los resortes del alma, aunque, la verdad de la verdad, hoy lo que toca es hablar de los líderes de la OTAN reunidos aquí mismo, el fin de semana pasado, en la isla de Montreal.
Hubo protestas y se realizaron marchas, arrestos, despliegues policiacos, manifestaciones antibélicas, reclamos de genocidios y exigencias pacifistas. Era de esperarse, supongo, pues en la urbe cosmopolita habitan migrantes venidos de medio mundo (también del parque Méndez), exiliados de cien guerras, perseguidos de mil golpes de Estado, desplazados por hambrunas incalculables. Aquí son posibles todas las militancias en todas las lenguas, las causas justas y las no tanto, los activismos solidarios y los extremismos del egoísmo, y al cruzar los pintorescos arcos del Chinatown, cero grados centígrados en el termómetro, estornudos inminentes en la mirada, los he visto en las inmediaciones del Palacio de Congresos: carros militares, agentes antimotines, banderas palestinas y ucranianas, pancartas de los judíos por la paz, colectivos estudiantiles, altavoces en inglés, arengas en francés, y etcétera. Y en el vértigo de los asombros, he caminado veinte años atrás por estos pavimentos, quise decir, por la primera vez de mis protestas en la mismísima rue Sainte-Catherine.
Nos manifestábamos contra la invasión a Irak y la segunda guerra del Pérsico, allá por el 2003. Junto a los compañeros de la Facultad de Letras, y en pleno mes de enero, marchamos contra los bombardeos en la histórica Mesopotamia. Antes que nada, nos pusimos de acuerdo para romper el estereotipo del estudiante de Letras (nada de vestirse como jipis, tampoco como renegados, fue la consigna): conseguimos algunos sacos y corbatas de segunda mano en almacenes de ropa usada, nos disfrazamos de oficinistas y de agentes viajeros, de miembros de iglesias elegantes o de burócratas con conciencia social. Dábamos algo de risa, supongo, o quizás sólo provocábamos ternura, y la temperatura descendió muchísimo, 30 grados bajo cero, increíble, y hubo espíritu de fiesta en las aceras de aquel invierno, cuando por primera vez canté, junto a decenas de miles de voces, las tonadillas de John Lennon, el “give peace a chance” y lo demás que hoy todos reconocen como un himno universal a la fraternidad.
Casi todos llevábamos una bufanda, algún pañuelo, cualquier prenda de color blanco para exigir que Bush y Tony Blair detuviesen la invasión a Bagdad. Los más osados dejaban al descubierto alguna parte del cuerpo para hacer más visible nuestra elegancia de utilería, y hasta hoy tirito de sorpresa cuando evoco mi primera vez en esa marcha por la paz del mundo (perdón por la grandilocuencia, pero hoy no sé decirlo de otro modo). Y, de regreso a la actualidad de las manifestaciones durante la cumbre de la OTAN en la isla de Montreal, allí también hubo dolor en la atmósfera: como en el 2003, dominaba la frustración en el aire de las cuatro de la tarde, las protestas prosiguieron hasta el domingo, y así hasta llegar al lunes más ajetreado de que se tenga noticia en estos andurriales del Polo Norte. De hecho, los diarios y telenoticieros no han dejado de hablar de los autos incendiados en las calles aledañas, de las vitrinas vandalizadas, de los perímetros asolados y el mar de declaraciones sigue arrojando, con sobrada razón, condenas contra el odio imperante y la violencia desatada.
¿Qué adónde quiero llegar con estos vaivenes?... Sin duda, hacia la voluntad de explicar que el transterrado de la calle Colón en Norteamérica suele sentirse al margen de la historia. Tal pareciese que las urgencias cotidianas (el trabajo, el sostén, las hijas, la salud, las escuelas, el viaje apresurado a la farmacia o los precios imprevistos del supermercado) nos instalan en una indiferencia distinta o en una justificable indolencia, pues cualquier exiliado se presiente ciudadano forzoso de lo inmediato más que lúcido habitante de lo trascendental. Al cambiar de clima y de cultura, los primeros años del destierro nos expulsan de los sueños y de los desafíos, nos marginan de las utopías tanto como de los compromisos, y, en nuestra condición de recién llegados, sobrevivimos resolviendo lo urgente en detrimento de lo importante. Y así flotamos en los días, como navegantes destituidos de su espíritu crítico, como viajeros a ciegas en el tiempo, al menos hasta la hora precisa y el azar inolvidable en que por primera vez somos la timidez de una marcha, la posibilidad de frecuentar algún organismo comunitario, la titubeante decisión de asistir a conferencias cuyos ponentes se especializan en la recuperación de las esperanzas.
Y en el párrafo final de noviembre, la reciente cumbre de la OTAN siguió sucediendo también en el mes de enero del 2003. Por cierto, la manifestación contra la guerra en Irak sobre la rue Sainte-Catherine (digna de osos polares, no me cansaré de decirlo) coincidió con mi lectura de Ernesto Sábato en “La resistencia”, sin duda uno de los libros más hermosos que cayeron en mis manos en aquella época. A la sazón, decía el escritor argentino, es indudable que todas y todos poseemos una libertad mucho mayor a la que desplegamos en nuestra vida social. Se refería, estoy seguro, a la libertad que hace posible tomar conciencia de nuestro lugar en el tiempo, a esa misma libertad que, llegado el día, le permite al migrante reivindicarse como propietario de su futuro, y nunca más como el silencioso inquilino de ningún presente. En fin…