Hubo una vez en el Polo Norte una señora nacida entre los sudores cotidianos del Golfo de México. La columna de hoy podría empezar así, para luego regresar sobre mis pasos y decir que los destierros provocan heridas que no se curan, cicatrices visibles en el alma, y además presentir que quizás sería mejor dar paso al realismo de las nostalgias y hablar sin ambages del exilio de la señora Martha…, o tal vez no. Sea como sea (lo iré decidiendo en los párrafos venideros), nuestro primer encuentro tuvo lugar en Dollarama, todo a precios imbatibles, tienda de productos chinos, tenía que ser, desde papelería hasta frituras, dulces y utensilios de cocina, también especias y jabones, desodorantes y artículos de fiesta, y etcétera. Fue en un martes de cine dos por uno, “happy Tuesday” le llaman en la isla de Montreal, en el mismo centro comercial de cada semana, junto a mis hijas.
Tal parece que la rigidez del lenguaje no basta para ilustrar los desarraigos. Para que ellos ofrezcan todo el sentido y proyecten todos los dolores que los sostienen, es necesario transformarlos en relato, en símbolo de algo más que un azaroso viaje en busca de tierras prometidas… Y porque casi enseguida reconocí una viruta de su acento en esa fila (solo podía ser hispana detrás del mandil verde del uniforme), al llegar a la caja se lo pregunté a quemarropa: ¿de dónde es usted, señora?, pues lo mismo miraba como colombiana que como canaria, acaso era madrileña, y no, sus facciones no reflejaban mucho el mar Caribe, tampoco parecía uruguaya, aunque en el universo mestizo de nuestro idioma uno nunca podrá estar seguro de nada. Tal vez sea esa la belleza más insólita de la lengua castellana, hacer que todos nuestros países sucedan en cualquier rostro, y, con timidez en la voz, me respondió con una palabra casi mágica: soy de México, señor, y yo también, qué casualidad, y mucho gusto, y allí empezó el inesperado cuento de hadas de buscarnos, como “Alicia en el país de las maravillas”, del otro lado del espejo de un destino compartido.
Acaso por eso acudimos a la imaginación desde que el mundo es mundo, para dar verosimilitud a las coincidencias de lo imposible. La literatura es ese “lado moridor” que la vida ofrece (aquí tomo prestadas las ideas de José Revueltas) para hacer comprensibles las esperanzas y las frustraciones que atraviesan la realidad, y tres o cuatro personas detrás de nosotros hacían difícil alargar la conversación frente a la caja registradora. A pesar de todo, para los expatriados que se reconocen como hijos de un mismo pasaporte hay frases inevitables, cosas como preguntar por la ciudad y el barrio natal, por la calle y el código postal del asombro que se produjo cuando ella dijo ser de Tampico, y mire lo que son las cosas, nosotros también...
No, no lo podíamos creer cuando pagué mis nueces de la India, como aquellas que se compraban a peso en la dulcería de Sears. Mis hijas prefieren pistaches y cacahuates confitados, y para entonces Tampico resultaba ser algo más que una palabra mágica: era un hechizo, un encantamiento, ¿cómo decirlo?, un conjuro de los que permanecen en cualquier anecdotario familiar. Dejamos que la fila de clientes se desahogara para presentarnos ante la señora Martha, porque se llamaba Martha, cuarenta años de edad, cabello castaño muy largo, piel clara, nacida por los rumbos de la iglesia de Las Mercedes, cerca de aquel restaurante de antojitos históricos (El Yunquis se llamaba, si mal no me acuerdo). A miles de kilómetros de distancia, la mención de aquella fonda propició un breve repaso del recetario huasteco, fuimos y regresamos del zacahuil a los frijoles negros, de los bocoles a las jaibas rellenas y de los tamales en hoja de plátano a las tortas de la barda. Ah, sí, también hablamos de las aguas de jobito, de horchata, jamaica o tamarindo.
Llegó a la isla de Montreal hace como quince años, creí entender, siguiendo a su esposo, un hombre nacido y educado en la provincia de Quebec. Por supuesto que vuelve al terruño a la menor provocación de sus melancolías; además, como madre de un adolescente mitad río Pánuco y mitad río Saint-Laurent, se sentía obligada a mostrarle que Tampico siempre había sido cierto entre los muelles de navíos políglotas y las peligrosas aguamalas de Miramar, entre los trombones de la Banda Municipal frente a la Catedral y las escolleras con toninas madrugadoras, y mejor obviar la Laguna del Carpintero de domingos familiares. Todo eso ha hecho de su hijo una especie de tampiqueño a trasmano (un mexicano a control remoto, diríase) mientras debíamos apresurarnos pues la película empezaría en menos de quince minutos.
Al final, vale la pena concluir insistiendo que la rigidez de los realismos no basta para reflexionar la migración. A la pretendida objetividad de las noticias sobre los destierros hay que rodearla de los sueños que nutren y alientan al transterrado (soñar es un verbo muy emparentado con imaginar, ¿no es cierto?), esto es, hacer que cada descripción apunte, mediante recursos propios de la poesía, hacia el anhelo más humano de todos, a saber, el de habitar algún día en sociedades menos injustas… Por cierto, a manera de despedida la señora Martha nos informó que no éramos su primera coincidencia: otros tampiqueños solían pasar por su tienda desde hace años. Como quien dice, mis hijas y yo tendríamos que andar con ojo avizor por las gélidas calles de la ciudad cosmopolita, pues, qué duda cabe, bastan dos migrantes nacidos en la misma Plaza de Armas para que los reflejos del español se conviertan en las migas del cuento aquel de “Hansel y Gretel”. Y, para comprobarlo, allí habíamos estado nosotros, en Dollarama, camino al cine de cada martes, recogiendo junto a la señora Martha los pedacitos de pan de una identidad común hecha de distancias y de nostalgias repetidas.