/ miércoles 28 de agosto de 2024

Autorretratos de hielo / Miguel Hernández, el otro…

Nadie dirá que es imposible… Allí estaba yo, en la unidad de tomografías del hospital (aquí vendría bien un poco de suspenso, y hacerse ambiguo entre los exámenes de rutina y las enfermedades que dan miedo), pero allí estaba yo, insisto, con el cubreboca obligatorio analizando el turbante del hombre de la India al que le negaban el servicio: le faltaba un documento, señor, tenía que pasar primero por tal o cual oficina, señor, y él lo entendía, supongo, y todos vestíamos batas sanitarias, y frente a mí una señora mayor, pudibundísima, se cruzaba de brazos, se pertrechaba detrás del bolso, bajaba el rostro, arrojaba el mentón al suelo, como mujer de cuello en pecho…

Nos iban llamando uno a una, paulatinos, una a uno, y viceversa. Y nadie dirá que es imposible, cuando escuché ese nombre en voz alta: Miguel Hernández. Pronunciado en inglés adquiría ecos nuevos, y entonces derramé la mirada hacia las facciones cubiertas de los demás pacientes, ¿quién podría ser ese “uno-de-nosotros” en la isla de Montreal, ese otro desterrado en la unidad de tomografías?. De pie, rumbo a la enfermera del grito que tantas cosas hacía reverberar, atravesado de camisones, un hombre se retiraba los anteojos, y tenía el cabello muy gris (aquí convendría desplegar el adjetivo “salpimentoso” para describir el color del pelo). Hablaba un francés perfecto, diríase que nativo, cuando ya se lo llevaban a las mesas del examen: ¿argentino?, ¿hijo de exiliados uruguayos?, ¿nieto de españoles llegados a Canadá durante los terribles años del franquismo?, y enseguida la mente ya estaba repasando los versos de Miguel Hernández, el otro, el poeta de Orihuela, el que dentro y fuera de los hospitales nos enseñó a decir que “tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”.

El nombre como reclamo cultural y el apellido como orgullo literario. Eso pensé, que nuestros patronímicos en el Polo Norte también son versos identitarios, cicatrices verbales que nos confirman como reflejos de poetas lejanos, costurones de rimas y de estrofas, y hacía frío en el séptimo piso, “y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos”, seguí recitándome en silencio cuando decidí no interrogar al primer Miguel Hernández, al de gafas de gigante. Lo vi pasar sin presentarme, y para qué, y entró al vestidor: ahora estaría retirándose la bata clínica, ahora estaría haciéndola bolita, ahora la depositaba en el lugar señalado mientras se calaba un gorro de lana (aquí convendría recordar que todo esto sucedió en noviembre, cuando ya no hay vuelta atrás en las nevadas, ni en los tiritares ni en las bufandas). Y allá iba él, rumbo a los ascensores, cubreboca cansado, cristalino de anteojos y con pasos duros.

Muchas veces se lo habrán dicho: ah, mire, usted se llama como el poeta español. Y él, para hacerse el importante, para pasar por hombre culto, sensible o sustancial, de seguro aprendió a traducir a Miguel Hernández, el otro, a plagiar sus versos sin remordimientos o a reinventarlo en idiomas cambiados con propósitos románticos (aquí convendría sospechar sus conquistas de seductor trilingüe en la isla de Montreal, y cerrar el paréntesis conjeturando su destreza para traducir al inglés o al francés su “avariciosa voz de enamorado”). Y el segundo encuentro tuvo lugar la semana pasada, en este mes de agosto en el que no escasean los días otoñales, en el laboratorio de los análisis sanguíneos. Y nadie me dirá que es imposible, ¡por favor!, estas cosas suelen sucederle al transpatriado del parque Méndez a cada rato, cuando un día sí y otro también reconocemos a algún cubano entre los rostros homónimos de Nicolás Guillén, o a las chilenas copiadas en el apellido Mistral, o a mexicanas y mexicanos detrás de un Castellanos o de un Sabines.

Prosigo… De nueva cuenta lo llamaron completo, Miguel Hernández, por ese mismo nombre cuyas casualidades le venían rebién al minuto en que levanté los ojos para susurrarme que “alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas”. En los minutos lentos de la sala de espera, lamenté no haber reconocido los anteojos descomunales, el cabello “salpimentoso”, esos pasos duros de meses atrás. No tardaría mucho en salir de la liga alrededor del brazo y del ceño fruncido, del pinchazo en la vena y el algodón, de la gasa y los alcoholes. Como yo, acaso él también maldecirá las inyecciones citando a Miguel Hernández, el otro, porque “no hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos” (aquí convendría sabernos niños en los sanatorios, y quien esté libre de miedo, que ofrezca su brazo como huerto de jeringas). Sí, hoy sí me acercaría para saludarlo, ¿cómo está usted?, don Miguel, y me enteraría de que, en efecto, era hispano-canadiense de segunda o de tercera generación, tal vez nieto de la Guerra Civil, pero enseguida escuché mi nombre…, mi turno en el miedo a los piquetes.

Lo vi al fondo, mientras la enfermera sujetaba mi brazo. Cierre el puño, más fuerte, por favor, así dijo. Era filipina, la recordé de otras visitas al cubículo, y entonces sentí la aguja como “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida”, buen Dios, y al levantarme de la silla Miguel Hernández había desaparecido. No, nadie me dirá que esto es imposible, cuando vine corriendo a estos renglones para rescatar la noticia de las sincronías que las y los hijos trasplantados de la lengua española aprendemos a celebrar entre las auroras boreales (aquí convendría suponer que los nosocomios de la ciudad nórdica son pastos ideales para florecer en los versos de Miguel Hernández, el otro). Y en la última línea del día, en alguna clínica venidera, juré saludarlo, “compañero del alma, compañero”, y luego escribir una nueva columna con su historia completa de tocayo y de migrante, de colombroño y exiliado, ¿cómo decirlo?, de inesperado homónimo de poetas sin fronteras.

Nadie dirá que es imposible… Allí estaba yo, en la unidad de tomografías del hospital (aquí vendría bien un poco de suspenso, y hacerse ambiguo entre los exámenes de rutina y las enfermedades que dan miedo), pero allí estaba yo, insisto, con el cubreboca obligatorio analizando el turbante del hombre de la India al que le negaban el servicio: le faltaba un documento, señor, tenía que pasar primero por tal o cual oficina, señor, y él lo entendía, supongo, y todos vestíamos batas sanitarias, y frente a mí una señora mayor, pudibundísima, se cruzaba de brazos, se pertrechaba detrás del bolso, bajaba el rostro, arrojaba el mentón al suelo, como mujer de cuello en pecho…

Nos iban llamando uno a una, paulatinos, una a uno, y viceversa. Y nadie dirá que es imposible, cuando escuché ese nombre en voz alta: Miguel Hernández. Pronunciado en inglés adquiría ecos nuevos, y entonces derramé la mirada hacia las facciones cubiertas de los demás pacientes, ¿quién podría ser ese “uno-de-nosotros” en la isla de Montreal, ese otro desterrado en la unidad de tomografías?. De pie, rumbo a la enfermera del grito que tantas cosas hacía reverberar, atravesado de camisones, un hombre se retiraba los anteojos, y tenía el cabello muy gris (aquí convendría desplegar el adjetivo “salpimentoso” para describir el color del pelo). Hablaba un francés perfecto, diríase que nativo, cuando ya se lo llevaban a las mesas del examen: ¿argentino?, ¿hijo de exiliados uruguayos?, ¿nieto de españoles llegados a Canadá durante los terribles años del franquismo?, y enseguida la mente ya estaba repasando los versos de Miguel Hernández, el otro, el poeta de Orihuela, el que dentro y fuera de los hospitales nos enseñó a decir que “tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”.

El nombre como reclamo cultural y el apellido como orgullo literario. Eso pensé, que nuestros patronímicos en el Polo Norte también son versos identitarios, cicatrices verbales que nos confirman como reflejos de poetas lejanos, costurones de rimas y de estrofas, y hacía frío en el séptimo piso, “y sin calor de nadie y sin consuelo, voy de mi corazón a mis asuntos”, seguí recitándome en silencio cuando decidí no interrogar al primer Miguel Hernández, al de gafas de gigante. Lo vi pasar sin presentarme, y para qué, y entró al vestidor: ahora estaría retirándose la bata clínica, ahora estaría haciéndola bolita, ahora la depositaba en el lugar señalado mientras se calaba un gorro de lana (aquí convendría recordar que todo esto sucedió en noviembre, cuando ya no hay vuelta atrás en las nevadas, ni en los tiritares ni en las bufandas). Y allá iba él, rumbo a los ascensores, cubreboca cansado, cristalino de anteojos y con pasos duros.

Muchas veces se lo habrán dicho: ah, mire, usted se llama como el poeta español. Y él, para hacerse el importante, para pasar por hombre culto, sensible o sustancial, de seguro aprendió a traducir a Miguel Hernández, el otro, a plagiar sus versos sin remordimientos o a reinventarlo en idiomas cambiados con propósitos románticos (aquí convendría sospechar sus conquistas de seductor trilingüe en la isla de Montreal, y cerrar el paréntesis conjeturando su destreza para traducir al inglés o al francés su “avariciosa voz de enamorado”). Y el segundo encuentro tuvo lugar la semana pasada, en este mes de agosto en el que no escasean los días otoñales, en el laboratorio de los análisis sanguíneos. Y nadie me dirá que es imposible, ¡por favor!, estas cosas suelen sucederle al transpatriado del parque Méndez a cada rato, cuando un día sí y otro también reconocemos a algún cubano entre los rostros homónimos de Nicolás Guillén, o a las chilenas copiadas en el apellido Mistral, o a mexicanas y mexicanos detrás de un Castellanos o de un Sabines.

Prosigo… De nueva cuenta lo llamaron completo, Miguel Hernández, por ese mismo nombre cuyas casualidades le venían rebién al minuto en que levanté los ojos para susurrarme que “alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas”. En los minutos lentos de la sala de espera, lamenté no haber reconocido los anteojos descomunales, el cabello “salpimentoso”, esos pasos duros de meses atrás. No tardaría mucho en salir de la liga alrededor del brazo y del ceño fruncido, del pinchazo en la vena y el algodón, de la gasa y los alcoholes. Como yo, acaso él también maldecirá las inyecciones citando a Miguel Hernández, el otro, porque “no hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos” (aquí convendría sabernos niños en los sanatorios, y quien esté libre de miedo, que ofrezca su brazo como huerto de jeringas). Sí, hoy sí me acercaría para saludarlo, ¿cómo está usted?, don Miguel, y me enteraría de que, en efecto, era hispano-canadiense de segunda o de tercera generación, tal vez nieto de la Guerra Civil, pero enseguida escuché mi nombre…, mi turno en el miedo a los piquetes.

Lo vi al fondo, mientras la enfermera sujetaba mi brazo. Cierre el puño, más fuerte, por favor, así dijo. Era filipina, la recordé de otras visitas al cubículo, y entonces sentí la aguja como “un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida”, buen Dios, y al levantarme de la silla Miguel Hernández había desaparecido. No, nadie me dirá que esto es imposible, cuando vine corriendo a estos renglones para rescatar la noticia de las sincronías que las y los hijos trasplantados de la lengua española aprendemos a celebrar entre las auroras boreales (aquí convendría suponer que los nosocomios de la ciudad nórdica son pastos ideales para florecer en los versos de Miguel Hernández, el otro). Y en la última línea del día, en alguna clínica venidera, juré saludarlo, “compañero del alma, compañero”, y luego escribir una nueva columna con su historia completa de tocayo y de migrante, de colombroño y exiliado, ¿cómo decirlo?, de inesperado homónimo de poetas sin fronteras.