Primero fue Minerva, recordándome, desde la avenida Ayuntamiento, la promesa de un viaje juntos a Islandia para mirar auroras boreales. Teníamos tanto tiempo sin hablar, y ya no será necesario irlas a buscar a países lejanos, me dijo, nos ahorramos el avión y las comidas, añadió, el hotel y los cambios de horario, porque los hijos de Miramar habían asistido a la maravilla de dicho fenómeno celeste. Después, mi hermano menor tuvo el mismo deje de asombro, porque durante varios días la tormenta solar fue única de luces e irrepetible de colores allá en el puerto. Y, sin embargo, el asunto de aquellas magias atmosféricas (uno creyéndolas tan exclusivas del Polo Norte) se convirtió en el telón de fondo del mensaje de Juan Martín anunciándome, qué se le va a hacer, el fallecimiento de su madre...
La señora Yeyes… Así le conocían, oriunda de Burgos e hija de la migración española durante la larga pesadilla del franquismo. Se llamaba María de los Ángeles, se apellidaba Ruiz Diez, y se acababa de ir al cielo. Su esposo ejemplar, el Churro (como le llamaban a don Juan Antonio), también era descendiente de españoles, y, en el buen sentido de la palabra, según diría Machado, él era un hombre la mar de bueno. Además, el mensaje de Juan Martín exhalaba la ternura de los dolores inmediatos, y al releerlo suspiré largo en la isla de Montreal, para dejar correr los minutos y las distancias, o para triunfar sobre las tristezas y los olvidos. En efecto, la señora Yeyes ya siempre estará entre mis mejores nostalgias, y en el entretanto otros amigos tampiqueños siguieron confirmando el espectáculo de las auroras boreales, cuando por los rumbos del faro la gente había apagado las luces muy temprano, acaso para hacer más palpable el horizonte iluminado sobre las olas nocturnas.
En los periódicos internacionales lo entendí mejor. La intensidad de las tormentas geomagnéticas provoca que las auroras boreales sean visibles en las zonas medias del planeta. Pudieron verse aquí y allá, en regiones meridionales del hemisferio norte, en México sobre todo, y…, ¿decía?..., sí, tuve que dejar correr los días y las melancolías (perdón por esta retahíla de cacofonías), recordando, recordando, recordando que la señora Yeyes fue madre admirable de cinco hijos en el edificio de nuestras infancias. En la planta baja, familia de libaneses; más arriba, cubanos muy hoscos, parecían amargados; y, como preámbulo de azoteas, los misteriosos rosacruces habían alquilado el piso superior para fundar su asociación. Era tan entretenido subir a jugar con ellos, o tener a los hijos de los españoles en casa, a Juan Martín, a José Ignacio, a la Nena, a Luis Antonio o a Jorge; organizábamos olimpíadas de lo que fuese a cualquier hora, juegos de mesa y futbolitos, policías al acecho y vaqueros de punterías indiscutibles, y las habitaciones de aquel edificio de la zona centro, casi esquina con la calle Tamaulipas, siempre me parecieron enormes, con un cielo raso de muchos metros alturas, mosaicos de frescura garantizada y mosquiteros infinitos en los balcones de los dormitorios.
Cuando alguno de ellos cumplía años, subíamos a comer ese pastel memorable: el brazo de gitano. En pleno río Pánuco, y gracias a la señora Yeyes, que había nacido en Burgos y que había pasado por Nueva York en un barco de nombre olvidadizo siendo una niña (esto me lo contó su hermana, la tía Carmen), resultaba inolvidable el sabor de la crema pastelera en un rollo coronado de nueces y de azúcar glas. Junto a doña Tere, madre de don Juan Antonio y abuela postiza de todos nosotros, sabían impregnar las escaleras del edificio con olores a cocina feliz, y, al paso de los años, aprendimos a descifrar el aroma de las “regañadas”, unas galletas de canela, deliciosas, y también el de los merengues. Ah, sí, y algún amigo del parque Méndez me dio su versión exagerada de las auroras boreales en las escolleras: tres noches había pasado en vela, me dijo, sacando fotos de las explosiones de luz sobre las mareas.
En ocasiones se anunciaban noches de cine familiar. Niñas y niños a reventar en el salón de los españoles, y entonces nos tirábamos en el suelo mientras los adultos se sentaban a recordarse entre los latidos mecánicos del viejo proyector. Aunque conocíamos las cintas de memoria, celuloides que la familia había tomado durante las inundaciones del ciclón Hilda, no importaba, y aplaudíamos para romper el silencio de las imágenes moviéndose en la pared, de la tía Toya o la tía Carmen, ambas tan jóvenes, o de la mismísima señora Yeyes, o del tío Pepe, el pintor, todos a bordo de una lancha durante las inundaciones de 1955. Más aplausos al verlos navegar por la Plaza de la Libertad, surcando las peligrosas aceras del Hotel Impala, bogando sobre los recodos de los mercados municipales o atracando en los espigones improvisados de la vieja estación de tren, frente a la Aduana Marítima. Y al final de los tres días que tomó mi respuesta para Juan Martín (te mando mi fraternal abrazo desde la isla de Montreal, algo así debo haberle dicho con tristeza), supe que en España también se había producido el milagro de las auroras boreales, según informaban los diarios peninsulares.
Era natural, he seguido pensando hasta la última gota del párrafo de este miércoles, porque la señora Yeyes había ido a despedirse de Burgos. Y recuerdo, sobre todo, su forma de hacerse mexicana sin aspavientos y sus lecciones de vida en el ejercicio de un desarraigo sin amarguras. Madres como ella no sólo nos enseñaron a enlazar los merengues y las inundaciones, el cine y las auroras boreales: gracias a su ejemplo de añoranzas tranquilas, llegado el día de nuestros propios destierros, qué duda cabe, también aprendimos a “estar en todas partes en secreto” (el verso es de Sabines, claro está)...