Quizás este miércoles tenía que escribirse por los rumbos de la avenida Hidalgo. Sí, lo mejor fue comenzar a redactarlo allí y al botepronto, calle arriba del antiguo Rincón Gaucho donde mi madre (cronista social) solía cubrir reuniones, fiestas de canastillas, sesiones de algún organismo de beneficencia y muchos aniversarios, y tantas despedidas de soltera, quinceañeras y bautizos, eventos que más tarde aparecerían en las páginas de este mismo diario de siglos cambiados mientras en casa, sin saber muy bien por qué, nos sentíamos existir en un tiempo anticipado, ¿cómo decirlo?, éramos expertos en noticias venideras.
Sí, lo mejor fue redactar todo esto entre las horas contadas de mi última jornada tampiqueña. Por fin pude saludar a Gloria, la poeta, madre literaria de muchos de nosotros, y la cita era tempranera allá en el centro, 10:30 en un café de mañanas a cielo abierto, sillas de bejuco y transeúntes al alcance de la curiosidad porque ahora las rutinas son tan peatonales sobre la Díaz Mirón. Disfrazado de bermudas, aire de turista tal vez, gorro protector contra el solecito, primero me despedí de los lustradores (aunque nuestro diccionario exija decir “limpiabotas”, la verdad de la verdad yo nunca he dicho “betunero”)…, decía, pues, que primero fueron minutos buenos junto a aquel hombre de trapos y grasas profesionales, 82 años de edad, y no se le notan, señor, bromeamos un poco, usted aún parece de 81, así le dije, y porque un “bolero” es todos los “boleros” en la Plaza de Armas, en esas sillas altas cualquier memoria trae a colación el Tampico de los tranvías, el parque Alijadores, el cine Plaza, donde los bomberos de la estación tenían entrada libre para entretener la inminencia de los incendios, como puede suponerse.
Después, los saludos. Gloria la poeta, qué gusto, charlas cruzadas regresando a la forma más tampiqueña de estar en la lengua española. Hemos recordado tantas cosas, los edificios que cambiaron de color en el viejo puerto, los nombres que se fueron de las fachadas, los viejos cronistas de la ciudad, el padre González Salas o Antonio Martínez Leal. Ante la ola de museos que agita la ciudad porteña, nuestra charla entretuvo el tema de los filibusteros de otros siglos, Lorencillo el bucanero, ¿de verdad existió?, y luego evocamos a Martín Luis Guzmán en “Piratas y corsarios” (breviario del Fondo de Cultura Económica, se lee de una sentada). Al final, algo dijimos a propósito de los pasados heroicos, porque todas las ciudades necesitan un relato fundamental, una fábula que nos explique como los hijos extraviados de algún paraíso terrenal, allí están Adán y Eva, o de alguna odisea increíble, y qué decir de los aztecas construyendo pirámides por mandato divino en los lagos imposibles de Tenochtitlán.
Comeríamos por el rumbo de Colonias, y cuando el taxi rodeó la Laguna del Carpintero (ya tan exagerada de cocodrilos), esa rueda de la fortuna quizás nunca entrará en vigor. Especialidades de mar, a pesar de mis intolerancias al pescado, porque aún soy capaz de prudencia entre los camarones. Llegamos temprano al sitio, todas las mesas eran nuestras, y entonces escogimos el gusto de comer mirando por la ventana, ver los autos y la gente, el sol de la una de la tarde, y en un par de horas el aire acondicionado estaba lleno de comensales. La sugerencia de Gloria fue un salteado de verduras y camarones, sazón oriental y nombre olvidadizo, salsa de cacahuate, apio, me encanta el brócoli, también una orden de arroz blanco, col y pimiento morrón, y enseguida engarzamos el agua mineral con tres poetas exquisitos: los refinamientos de Manuel José Othón, los fogonazos de José Gorostiza, las escurridizas imágenes de Octavio Paz, porque en ellos se vertebra el siglo XX de la poesía nacional, también la eternidad del acento mexicano, y, en fin, preferible seguir comiendo.
Prosigo… Cosa más bien extraña, entre los condimentos de aquel platillo, ¿cómo se llamaba?, hemos llegado a unos versos de la propia Gloria, porque “la polilla que vive en los libros se me parece: ella también necesita devorar kilos de palabras para que le salgan alas” (conviene verificar la cita, aquí escrita de memoria). Dicho como de pasada, las alas de aquel texto incluido en “Aguamala y otros poemas” fue uno de los títulos que yo llevaba encima al iniciar mis desarraigos en Canadá, hace tantos años. Por esas rarísimas reverberaciones de la memoria, dirigimos ahora la comida hacia otra poeta, Minerva Margarita, autora de “Las maneras del agua”, nacida en Nuevo León, murió hace poco, sí, qué tristeza, y enseguida he recordado mis paseos compartidos junto a ella, tan rebuena gente, Minerva Margarita, cuando estuvo de visita en la isla de Montreal y le hice descubrir los andurriales del hielo, nos armamos con mangas largas sobre la calle Sainte-Catherine, juntos miramos los comercios de la ciudad subterránea, paseamos por el campus universitario de mis años estudiantiles, conocimos los cafetines franceses donde los migrantes ejercitamos la nostalgia por el terruño perdido…
Además de todo, también recordé a Minerva Margarita recordando a Gloria en aquellas caminatas congeladas. Resultaba muy mágico, las alusiones a la calle Colón en la isla de Montreal, y más de una vez habían coincidido en encuentros y festivales, se conocían bien, y gracias a ellas dos, alejadas y reunidas en el tiempo de mis charlas, decidí jugar a enlazarlo todo: la salsa de cacahuate con las polillas letradas, los cocodrilos con las nevadas, la Plaza de Armas con los filibusteros, los lustradores con las auroras boreales, la migración con los regresos, y mil viceversas más... Por si fuera poco, al concluir mi última comida tampiqueña en muchas ciudades y en muchos climas (y en muchos camarones) al mismo tiempo, tuve que terminar esta columna de marzo en un café de Insurgentes Sur, añadiendo el asoleado bullicio de la Ciudad de México a los subsuelos infinitos de un adiós a toda prisa allá en Colonias, para escapar tranquilo de los unísonos de Gloria, y para triunfar sin mucha tristeza sobre las despedidas.