/ miércoles 16 de octubre de 2024

Autorretratos de hielo / Litigar un paliacate

Escuché el grito alargando la última sílaba de mi nombre… Lo escuché así, con la felicidad inexplicable de ser reconocido en una ciudad que es mía y no, ¿cómo decirlo?, en un mundo en el que estoy, pero en el que nunca seré por completo. Y hace frío en el Polo Norte en estos días, cuatro grados por el lado del sol, y quién me hablaba, y continué mirando la intensidad de los árboles: rojos, ocres, amarillos, tostados, y en la boca del metro la vereda se hacía sonora de hojarascas en cada paso.

En estos días, la isla de Montreal, donde habitan expatriados de todo el mundo (no me cansaré de decirlo), es tan pintoresca. Hay versos de sobra para detallarla: “otoño, gran patrón de la dulzura, no me mates así, que aún no lo merezco”, escribió Juan Gelman, y quién, ¿quién me llamaba del otro lado del bulevar?, y ayer hubo auroras boreales en el cielo, volví a perdérmelas, no puede ser, y el acento inglés repitió su grito a media calle, y casi en la esquina reconocí a Raví en su bicicleta. Viejo estudiante de español, hijo de migrantes nacidos en la India, en la antigua Madrás si la memoria no se me disloca, y hola, y cómo has estado, y en el abrazo repetido de hace muchos años nos pusimos al día en tantas cosas, cuando yo sobrevivía impartiendo clases de gramática española en la universidad, y sonrientes nos lanzamos también a recordar las viejas reflexiones gramaticales en las aulas de otro tiempo.

El desafío mayor era explicar los tiempos del imperfecto y los casos del subjuntivo en una lengua que, como la inglesa, carece de tales categorías. Enseguida y por supuesto, recordamos nuestra discusión preferida, la polémica sobre el origen de los paliacates. Esos diseños son nuestros, le insistí, y ahora mismo qué risa, porque pueden comprarse en cualquier tienda o mercería allá en mi pueblo. Por su parte, Raví siempre defendió el origen tamil del tejido, e incluso su nombre se debía a que dicha prenda era originaria de aquella región de la India, Pulicat. Y reímos, otra vez, como hace tantos años, y además Raví ya era padre de dos hijos, y a la mitad del litigio sobre el origen de nuestros pañuelos, sentimos frío, y asimismo se había convertido en maestro de matemáticas en una escuela secundaria del viejo puerto…, y resulta tan fácil desviarse del tema del día para informar, como de pasada, sobre las auroras boreales que ayer no pude ver, qué tristeza, mientras ahora mismo vienen a mi mente otros versos que hablan de la belleza de la estación que nos persigue (“aprovechemos el otoño antes que el invierno nos escombre”, decía Benedetti).

Pulicat es un balneario a orillas de un lago de nombre idéntico, frente al golfo de Bengala que después se convierte en océano Índico. También, las diferencias entre ser y estar son complicadas de interiorizar para quien sólo tiene una manera de “ser-estar” en el “to be or not to be” del inglés. Así empezaba yo las explicaciones en aquellas aulas: ser se utiliza para hablar de características inherentes o inmutables de la persona, el animal o la cosa descrita; estar, por su parte, ilustra características cambiantes o evolutivas. Como sabemos, se debe decir estoy cansado o estoy enfermo, pues entre el estar feliz y el ser feliz hay un mundo de distancia. Ah, sí, y en la contienda de los paliacates, que lo mismo sirven de pañuelo que de sobrecuello en cualquier sol calcinador sobre la calle Colón, como pañoleta en los días de playa o como tapabocas en caso de pandemia, en aquella memoria de otra década un buen día llevé el diccionario de la RAE a las aulas para que Raví, “en el lánguido atardecer de otoño” (según lo describiría Raymond Carver), mirase la etimología del paliacate y me diese la razón, por fin.

Paliacate: del náhuatl “pal”, que significa color, y “yácatl”, nariz. Algo añadí aquella vez sobre los usos y costumbres aztecas, pues incluso utilizaban los paños como forma de pago, eso y los granos de cacao. Pero allí seguía él, Raví, ameno sobre su bicicleta, a carcajada honesta tratando de imponer ciudadanías extranjeras a mi pañuelo durante un otoño nórdico hablado en lengua inglesa con acentos de trópicos lejanos, Raví desde el golfo de Bengala, yo desde el golfo de México: así son las ciudades cosmopolitas, supongo, revoltijos de raíces, enredaderas de nacionalidades, en suma, hervideros de pasaportes a la menor provocación de algún octubre. “Y cómo es posible no saber tanto”, diría Alejandra Pizarnik en aquel otro poema dedicado al otoño y que le vendría rebién a la querella de los paliacates.

Hay de todos colores, aunque el buen conocedor los busca rojos, son más auténticos. Con sus dibujos como garabatos simétricos, saqué el mío, doblado, preciso, histórico en el bolsillo trasero del pantalón. El colmo: Raví también mostró el suyo, entre amarillo y otra cosa, y empatados aún en la controversia era imposible intercambiarlos, pues hay cosas que sólo son nuestras, siempre nuestras, en todos sentidos. Por cierto, huelga decir que resultaba dificilísimo explicarles a los anglófonos, en aquellas lecciones gramaticales, la diferencia en los usos preposicionales del por y del para. Y el otoño daba gusto en nuestra disputa (“hasta de mi alma caen hojas”, hubiese dicho Neruda en circunstancias parecidas), y en el último párrafo del miércoles, mientras Raví exigía viajes a la India para estar en México, o deambular por los baratillos de Pulicat para recorrer los mercados frente al río Pánuco, lo he comprendido: el migrante vive así, aferrado a cualquier signo identitario, a una prenda, a un platillo, a una preposición o a un poema. Sí, para el transterrado cualquier cosa es válida si nos permite no salir de casa estando fuera de ella, o, si se prefiere, cualquier paliacate basta para regresar corriendo al terruño sin movernos del exilio. En fin…

Escuché el grito alargando la última sílaba de mi nombre… Lo escuché así, con la felicidad inexplicable de ser reconocido en una ciudad que es mía y no, ¿cómo decirlo?, en un mundo en el que estoy, pero en el que nunca seré por completo. Y hace frío en el Polo Norte en estos días, cuatro grados por el lado del sol, y quién me hablaba, y continué mirando la intensidad de los árboles: rojos, ocres, amarillos, tostados, y en la boca del metro la vereda se hacía sonora de hojarascas en cada paso.

En estos días, la isla de Montreal, donde habitan expatriados de todo el mundo (no me cansaré de decirlo), es tan pintoresca. Hay versos de sobra para detallarla: “otoño, gran patrón de la dulzura, no me mates así, que aún no lo merezco”, escribió Juan Gelman, y quién, ¿quién me llamaba del otro lado del bulevar?, y ayer hubo auroras boreales en el cielo, volví a perdérmelas, no puede ser, y el acento inglés repitió su grito a media calle, y casi en la esquina reconocí a Raví en su bicicleta. Viejo estudiante de español, hijo de migrantes nacidos en la India, en la antigua Madrás si la memoria no se me disloca, y hola, y cómo has estado, y en el abrazo repetido de hace muchos años nos pusimos al día en tantas cosas, cuando yo sobrevivía impartiendo clases de gramática española en la universidad, y sonrientes nos lanzamos también a recordar las viejas reflexiones gramaticales en las aulas de otro tiempo.

El desafío mayor era explicar los tiempos del imperfecto y los casos del subjuntivo en una lengua que, como la inglesa, carece de tales categorías. Enseguida y por supuesto, recordamos nuestra discusión preferida, la polémica sobre el origen de los paliacates. Esos diseños son nuestros, le insistí, y ahora mismo qué risa, porque pueden comprarse en cualquier tienda o mercería allá en mi pueblo. Por su parte, Raví siempre defendió el origen tamil del tejido, e incluso su nombre se debía a que dicha prenda era originaria de aquella región de la India, Pulicat. Y reímos, otra vez, como hace tantos años, y además Raví ya era padre de dos hijos, y a la mitad del litigio sobre el origen de nuestros pañuelos, sentimos frío, y asimismo se había convertido en maestro de matemáticas en una escuela secundaria del viejo puerto…, y resulta tan fácil desviarse del tema del día para informar, como de pasada, sobre las auroras boreales que ayer no pude ver, qué tristeza, mientras ahora mismo vienen a mi mente otros versos que hablan de la belleza de la estación que nos persigue (“aprovechemos el otoño antes que el invierno nos escombre”, decía Benedetti).

Pulicat es un balneario a orillas de un lago de nombre idéntico, frente al golfo de Bengala que después se convierte en océano Índico. También, las diferencias entre ser y estar son complicadas de interiorizar para quien sólo tiene una manera de “ser-estar” en el “to be or not to be” del inglés. Así empezaba yo las explicaciones en aquellas aulas: ser se utiliza para hablar de características inherentes o inmutables de la persona, el animal o la cosa descrita; estar, por su parte, ilustra características cambiantes o evolutivas. Como sabemos, se debe decir estoy cansado o estoy enfermo, pues entre el estar feliz y el ser feliz hay un mundo de distancia. Ah, sí, y en la contienda de los paliacates, que lo mismo sirven de pañuelo que de sobrecuello en cualquier sol calcinador sobre la calle Colón, como pañoleta en los días de playa o como tapabocas en caso de pandemia, en aquella memoria de otra década un buen día llevé el diccionario de la RAE a las aulas para que Raví, “en el lánguido atardecer de otoño” (según lo describiría Raymond Carver), mirase la etimología del paliacate y me diese la razón, por fin.

Paliacate: del náhuatl “pal”, que significa color, y “yácatl”, nariz. Algo añadí aquella vez sobre los usos y costumbres aztecas, pues incluso utilizaban los paños como forma de pago, eso y los granos de cacao. Pero allí seguía él, Raví, ameno sobre su bicicleta, a carcajada honesta tratando de imponer ciudadanías extranjeras a mi pañuelo durante un otoño nórdico hablado en lengua inglesa con acentos de trópicos lejanos, Raví desde el golfo de Bengala, yo desde el golfo de México: así son las ciudades cosmopolitas, supongo, revoltijos de raíces, enredaderas de nacionalidades, en suma, hervideros de pasaportes a la menor provocación de algún octubre. “Y cómo es posible no saber tanto”, diría Alejandra Pizarnik en aquel otro poema dedicado al otoño y que le vendría rebién a la querella de los paliacates.

Hay de todos colores, aunque el buen conocedor los busca rojos, son más auténticos. Con sus dibujos como garabatos simétricos, saqué el mío, doblado, preciso, histórico en el bolsillo trasero del pantalón. El colmo: Raví también mostró el suyo, entre amarillo y otra cosa, y empatados aún en la controversia era imposible intercambiarlos, pues hay cosas que sólo son nuestras, siempre nuestras, en todos sentidos. Por cierto, huelga decir que resultaba dificilísimo explicarles a los anglófonos, en aquellas lecciones gramaticales, la diferencia en los usos preposicionales del por y del para. Y el otoño daba gusto en nuestra disputa (“hasta de mi alma caen hojas”, hubiese dicho Neruda en circunstancias parecidas), y en el último párrafo del miércoles, mientras Raví exigía viajes a la India para estar en México, o deambular por los baratillos de Pulicat para recorrer los mercados frente al río Pánuco, lo he comprendido: el migrante vive así, aferrado a cualquier signo identitario, a una prenda, a un platillo, a una preposición o a un poema. Sí, para el transterrado cualquier cosa es válida si nos permite no salir de casa estando fuera de ella, o, si se prefiere, cualquier paliacate basta para regresar corriendo al terruño sin movernos del exilio. En fin…