Era ella, Maggie la polaca, mi casualidad más frecuente sobre la calle Saint-Laurent, muy acá, en la isla de Montreal, a mano derecha rumbo a las auroras boreales… Vieja compañera en la facultad, estudiábamos filología, era hija de migrantes polacos, aún flaquísima, también nieta de polacos, y se apellida Sikorska (¿se escribe así?), o tal vez Shikorska, no lo recuerdo.
Andábamos de prisa, además bisnieta de polacos, y así hasta llenar su árbol genealógico con esos ojos grises tan tataranietos del río Vístula. Los míos, supongo, son colores más bien vulgares entre las miradas del río Pánuco, y así es como funciona la memoria, enlazando accidentes, tejiendo coincidencias, y apenas nos dio tiempo de hablar de los Olímpicos. ¿Cómo le fue a Polonia?, dije, ¿y cuántas medallas para México?, respondió, algo irónica: mejor celebrar los triunfos de Canadá allá en París, y sonreímos, porque uno se cansa de vivir esperando glorias deportivas.
La caminata era lo nuestro, 20 y 50 kilómetros, y tiempos hubo en que los marchistas nacionales daban envidia sobre los podios. De aquellos atletas recuerdo, gracias a Maggie sobre la calle Saint-Laurent, al polaco que los entrenaba. Se llamaba Jerzy Hausleber, y de sus apariciones en la televisión de mi niñez, por los rumbos más aristocráticos del parque Méndez, de aquellas entrevistas en blanco y negro me asombraba la precisión con que hablaba de su destierro. Hausleber había desembarcado en la Ciudad de México la mañana del 30 de mayo de 1966, lo recordaba, acaso porque cambiar de país nos hace nacer en un minuto inolvidable, y así es como funcionan los caleidoscopios de la memoria, cuando me ha bastado el accidente de Maggie para evocar a los marchistas de otro siglo mientras ahora mismo desembocaba ya en las voces de mis padres recordando a su vez a los exiliados polacos de sus años de juventud.
Crecidos en León, mis padres solían hablar de la “Pequeña Polonia”, comunidad formada por refugiados llegados a México durante la Segunda Guerra Mundial. Los recordaban en las plazas, en las iglesias de las fiestas patronales, en las escuelas secundarias, en cafeterías y salones de baile, con su piel blanquísima y esa lengua tan propicia para fruncir el ceño de cualquiera. Así es como funcionan los laberintos de la memoria, insisto, porque los triunfos que no conseguimos en París 2024, unidos a mis encuentros con Maggie enlazándose al recuerdo de Hausleber (hizo ganar medalla de plata al sargento Pedraza en México 1968…, “¡y México-México, ra-ra-rá!”), siguió floreciendo más allá de mis padres, cuando por primera vez toqué a un polaco con mis propios ojos en un partido de futbol, en el estadio Tamaulipas. Jugaba el Ciudad Madero contra el Atlético Español, señoras y señores, y los domingos todos los caminos llevaban a la Unidad Nacional, y la alineación visitante abría con un extranjero descomunal en la portería, algo jamás visto en las playas del Golfo de México: Jan Gomolá, así lo pronunciaban los adultos, con muchas resonancias en la última sílaba. Por cierto, Grzegorz Lato jugó con el Atlante casi una década después, aunque esa sorpresa ya no fue la misma.
Luego, claro, llegamos a la adolescencia para enterarnos de la muerte del primer Papa de nombres duales, Juan Pablo I, que había durado unas cinco semanas en funciones. Así es como funcionan las enredaderas de la memoria, porque Maggie en la Saint-Laurent desembocando en Hausleber entrenador de marchistas (su pupilo más ilustre fue Daniel Bautista: oro en Montreal 1976, aquí mismo, en las calles de todos estos renglones), y Hausleber irrumpiendo en la “Pequeña Polonia” de mis padres mientras Jan Gomolá seguía pareciéndonos un eslavo impronunciable, todo eso abrió la puerta a la noticia del primer Papa polaco, Karol Wojtyla, en 1978.
Decía, pues, que así es como funcionan los vericuetos de la memoria. Y Maggie tan flaca, y Hausleber formador de andarines (en Los Ángeles 1984, oro y plata en caminata: Raúl González y Ernesto Canto, y “mexicanos al grito de guerra”…), y las cafeterías de León pronunciadas por los desterrados de Varsovia, y Jan Gomolá en el estadio de nuestras infancias, y Juan Pablo II antiguo arzobispo de Cracovia, tantas cosas me permiten rescatar, en el penúltimo párrafo del miércoles, la historia comentadísima por los reporteros de guardia, aquí mismo, en este diario a finales de los años ochenta. Un marinero polaco había perdido el rumbo en las cantinas del centro, seguro andaba de juerga, y no hablaba inglés, mucho menos español, y alguien llamó a la policía. Concentradísimo sobre una silla de madera desvencijada, inexplicable de angustias, sin duda dormitó la madrugada más larga de su vida detrás de los escritorios de la vieja Delegación. En su lengua de insultar de otra manera, ora lloraba de rabia, ora roncaba un poco, y tantas cosas sucedieron en el alma de aquel marinero extraviado hasta que un gendarme alumbró, cómo no lo habían pensado antes, y tomó papel y lápiz…
Por última vez, así es como funcionan los gatuperios de la memoria. Y cuando aquel gendarme dibujó un barco en el papel, el marinero espabiló, saltaba de gusto, era de esperarse, y lo subieron a una patrulla, lo condujeron a los muelles donde los centinelas de la Armada entendieron la situación: sólo había un barco, bandera polaca, en los atracaderos del puerto. Camino a su navío, estoy seguro, aquel hijo descarriado de las olas pasó sin saberlo por mi memoria de Juan Pablo II en Jan Gomolá, por la “Pequeña Polonia” entreverada con Hausleber (Carlos Mercenario fue su último aprendiz, y volvimos a ganar plata en Barcelona 1992), y, siempre gracias a Maggie, delgadísima en las calles de agosto, fue por entonces que comencé a sospechar que el verdadero exilio sólo puede ser el lingüístico. Sí, la soledad está hecha de silencios insólitos. Dicho de otro modo, nos hacemos extranjeros del destino, como aquel marinero en desgracia, allí donde la lengua que nos rodea nos expulsa de nuestras propias palabras.