/ miércoles 4 de septiembre de 2024

Autorretratos de Hielo / La sinceridad de las plazas

(PRIMERA DE DOS PARTES)

Y me siento en las bancas de la placita de las Américas, sobre la calle Rachel. A mi espalda, hace mucho que cerraron aquel restaurante colombiano donde don Julio disfrazaba las cervezas que no debía vender (nunca tramitó los permisos), y junto a los amigos transhispánicos solíamos compartir las bandejas paisas, las arepas, sobre todo el ajiaco y los patacones. No importa, queda siempre el calor de la memoria para recordar un buen sancocho en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo…, ¿y qué habrá sido del tan rebuena gente de don Julio?

Los autos del mediodía son tan silenciosos en la ciudad nórdica. Nada que ver con la bulla de la avenida Hidalgo, cuando, en la placita de las Américas, dos mujeres se han sentado frente a la fuente. Con sus ojos españoles y su lengua de lo mismo, cómo hablaban, vaya cháchara, un palique muy entretenido, eso sí, y la una era chilena, estoy seguro, y la otra tal vez centroamericana. Difícil reconocer ese acento, quizás paraguaya, porque su voseo lo mismo era de Managua que de Asunción. Ahora se ponían al día en su amistad en reposo, y en su parloteo ignoraban mi presencia, de seguro me tomaban por gringo jubilado, y qué culpa tengo yo. Y, dicho sea como de paso, de la ciudad cosmopolita me gusta sobre todo la Plaza de Portugal, con su quiosco de mampostería, las ardillas vagabundas, las bancas desportilladas, una cabeza de león (parece gorila) escupe agua por la boca y siempre hay palomas picoteando mendrugos mientras los arbustos nos recuerdan que aquí el verano nunca tendrá tiempo de convertirse ni en matorral ni en matojo, y mucho menos en maleza.

En la Pequeña Italia hay otras igual de entrañables, como la plaza dedicada a Dante. Un busto de bronce celebra al poeta supremo (“il sommo poeta”, lo llaman en italiano), y sí, aquellas dos mujeres en aquella otra banca hablaban sin pudor de sus amores fallidos, porque los hijos de la lengua castellana desarrollamos pronto un sexto sentido lingüístico, y más temprano que tarde usufructuamos la extrañeza que causa nuestro idioma en los lugares públicos. Expertos en tan insólito anonimato, vivimos convencidos de que nadie comprenderá jamás nuestras confidencias, cuando aquellas dos amigas seguían hablando de sus respectivas soledades, sobre todo la chilena que ahora salía con un hombre local, y, a estas alturas, le bastaba con un poco de compañía, así decía, un poco de presencia, y nada más.

Las ecuatorianas también vosean, en especial las nacidas en Quito o en el Azuay, lo mismo que las guatemaltecas y las hondureñas, y no, la segunda mujer no tenía dejes rioplatenses. En contraparte, la de acento a todas luces chileno remataba sus frases con un “así-es-pues”, y, vertiginosa y audaz, insistía en descubrir ritmos nuevos para pololear. Las complicaciones de pareja tiran bardas y derrumban edificios, ella lo sabía mejor que nadie…, “así-es-pues”…, y, si era necesario, aun se declararía “fome” y antirromántica (“fome”: chilenismo para designar lo aburrido). Sonriendo discreto ante su acento de Iquique, de Atacama o de Santiago, en la Plaza de las Américas lo comprobé una vez más: basta que cualquiera de nosotros se intuya incógnito en la isla de Montreal para despojarnos del antifaz de nuestras propias melancolías. Por lo demás, también basta saber esperar en los jardines de cualquier plaza cosmopolita para descubrir el tema de algún miércoles venidero, aquí mismo, entre las honduras de todos estos renglones.

Increíble, las frases de la calle Colón como acertijos de franquezas, como afables adivinanzas, como jeroglíficos de honestidad. Quién lo hubiera dicho: somos agentes secretos de nuestras gramáticas emocionales, y las dos amigas sonaban ilusionadas, aunque aún era muy pronto para cantar victoria. El amor es una carrera de resistencia, “así-es-pues”, y en algún momento por poco y levanto la mirada para reparar en sus edades, parecían cuarentonas, pero mejor dejarlas terminar antes de continuar explicando que, por uno de esos raros intríngulis del destino, al cambiar de sociedad los migrantes aprendemos a vivir las tristezas (o las felicidades) en voz alta. Sin ironías ni contradicciones, el acento de nuestras inquietudes nos protege, pues gracias a nuestro idioma nos sabemos inmunes a los exhibicionismos y a las indiscreciones, y otra que también me gusta mucho es la Plaza Cabot, frente al metro Atwater, junto a la biblioteca inglesa del mismo nombre. Su fuente de sodas hace más entrañable el efímero sol de los veranos, y a menudo la he hecho de cicerone cuando los viejos carnales (así nos decíamos) del parque Méndez me visitan en el Polo Norte y yo les cuento, con aires de guía improvisado, que el nombre de Cabot pertenece al navegante italiano Giovanni Caboto, el primer europeo en surcar los mares de Terranova, allá por 1500, a mano derecha del Ártico canadiense.

Al final me han descubierto, porque no he sabido disimular la curiosidad ante su desparpajo. Por cierto, también en Costa Rica se vosea. Y se callaron, y fruncieron el ceño, y enseguida cambiaron el tema, y ya, ya se iban sin mirar atrás. Al verlas partir, sin saber cómo ni por qué he pensado que es eso lo que les hace falta a las plazas del Golfo de México (a la Plaza Hijas de Tampico o a la Plaza de los Enamorados, sólo por nombrar algunas): allá las parejas se aman con prudencias de sobra conocidas, con cautelas heredadas, acaso porque desde hace mucho se extinguieron los intérpretes de los besos políglotas, los glosadores de los abrazos inauditos, los fisgones de los amores internacionales… De hecho, la experiencia del desarraigo permite concluir, en este primer miércoles de septiembre, que los truchimanes del afecto renovarían con sus traducciones aquellas dos frases tan trilladas, esa que señala que el amor no conoce fronteras, por ejemplo, y esa otra que postula que la lengua del corazón es universal. En fin…

(PRIMERA DE DOS PARTES)

Y me siento en las bancas de la placita de las Américas, sobre la calle Rachel. A mi espalda, hace mucho que cerraron aquel restaurante colombiano donde don Julio disfrazaba las cervezas que no debía vender (nunca tramitó los permisos), y junto a los amigos transhispánicos solíamos compartir las bandejas paisas, las arepas, sobre todo el ajiaco y los patacones. No importa, queda siempre el calor de la memoria para recordar un buen sancocho en la isla de Montreal de todos los migrantes del mundo…, ¿y qué habrá sido del tan rebuena gente de don Julio?

Los autos del mediodía son tan silenciosos en la ciudad nórdica. Nada que ver con la bulla de la avenida Hidalgo, cuando, en la placita de las Américas, dos mujeres se han sentado frente a la fuente. Con sus ojos españoles y su lengua de lo mismo, cómo hablaban, vaya cháchara, un palique muy entretenido, eso sí, y la una era chilena, estoy seguro, y la otra tal vez centroamericana. Difícil reconocer ese acento, quizás paraguaya, porque su voseo lo mismo era de Managua que de Asunción. Ahora se ponían al día en su amistad en reposo, y en su parloteo ignoraban mi presencia, de seguro me tomaban por gringo jubilado, y qué culpa tengo yo. Y, dicho sea como de paso, de la ciudad cosmopolita me gusta sobre todo la Plaza de Portugal, con su quiosco de mampostería, las ardillas vagabundas, las bancas desportilladas, una cabeza de león (parece gorila) escupe agua por la boca y siempre hay palomas picoteando mendrugos mientras los arbustos nos recuerdan que aquí el verano nunca tendrá tiempo de convertirse ni en matorral ni en matojo, y mucho menos en maleza.

En la Pequeña Italia hay otras igual de entrañables, como la plaza dedicada a Dante. Un busto de bronce celebra al poeta supremo (“il sommo poeta”, lo llaman en italiano), y sí, aquellas dos mujeres en aquella otra banca hablaban sin pudor de sus amores fallidos, porque los hijos de la lengua castellana desarrollamos pronto un sexto sentido lingüístico, y más temprano que tarde usufructuamos la extrañeza que causa nuestro idioma en los lugares públicos. Expertos en tan insólito anonimato, vivimos convencidos de que nadie comprenderá jamás nuestras confidencias, cuando aquellas dos amigas seguían hablando de sus respectivas soledades, sobre todo la chilena que ahora salía con un hombre local, y, a estas alturas, le bastaba con un poco de compañía, así decía, un poco de presencia, y nada más.

Las ecuatorianas también vosean, en especial las nacidas en Quito o en el Azuay, lo mismo que las guatemaltecas y las hondureñas, y no, la segunda mujer no tenía dejes rioplatenses. En contraparte, la de acento a todas luces chileno remataba sus frases con un “así-es-pues”, y, vertiginosa y audaz, insistía en descubrir ritmos nuevos para pololear. Las complicaciones de pareja tiran bardas y derrumban edificios, ella lo sabía mejor que nadie…, “así-es-pues”…, y, si era necesario, aun se declararía “fome” y antirromántica (“fome”: chilenismo para designar lo aburrido). Sonriendo discreto ante su acento de Iquique, de Atacama o de Santiago, en la Plaza de las Américas lo comprobé una vez más: basta que cualquiera de nosotros se intuya incógnito en la isla de Montreal para despojarnos del antifaz de nuestras propias melancolías. Por lo demás, también basta saber esperar en los jardines de cualquier plaza cosmopolita para descubrir el tema de algún miércoles venidero, aquí mismo, entre las honduras de todos estos renglones.

Increíble, las frases de la calle Colón como acertijos de franquezas, como afables adivinanzas, como jeroglíficos de honestidad. Quién lo hubiera dicho: somos agentes secretos de nuestras gramáticas emocionales, y las dos amigas sonaban ilusionadas, aunque aún era muy pronto para cantar victoria. El amor es una carrera de resistencia, “así-es-pues”, y en algún momento por poco y levanto la mirada para reparar en sus edades, parecían cuarentonas, pero mejor dejarlas terminar antes de continuar explicando que, por uno de esos raros intríngulis del destino, al cambiar de sociedad los migrantes aprendemos a vivir las tristezas (o las felicidades) en voz alta. Sin ironías ni contradicciones, el acento de nuestras inquietudes nos protege, pues gracias a nuestro idioma nos sabemos inmunes a los exhibicionismos y a las indiscreciones, y otra que también me gusta mucho es la Plaza Cabot, frente al metro Atwater, junto a la biblioteca inglesa del mismo nombre. Su fuente de sodas hace más entrañable el efímero sol de los veranos, y a menudo la he hecho de cicerone cuando los viejos carnales (así nos decíamos) del parque Méndez me visitan en el Polo Norte y yo les cuento, con aires de guía improvisado, que el nombre de Cabot pertenece al navegante italiano Giovanni Caboto, el primer europeo en surcar los mares de Terranova, allá por 1500, a mano derecha del Ártico canadiense.

Al final me han descubierto, porque no he sabido disimular la curiosidad ante su desparpajo. Por cierto, también en Costa Rica se vosea. Y se callaron, y fruncieron el ceño, y enseguida cambiaron el tema, y ya, ya se iban sin mirar atrás. Al verlas partir, sin saber cómo ni por qué he pensado que es eso lo que les hace falta a las plazas del Golfo de México (a la Plaza Hijas de Tampico o a la Plaza de los Enamorados, sólo por nombrar algunas): allá las parejas se aman con prudencias de sobra conocidas, con cautelas heredadas, acaso porque desde hace mucho se extinguieron los intérpretes de los besos políglotas, los glosadores de los abrazos inauditos, los fisgones de los amores internacionales… De hecho, la experiencia del desarraigo permite concluir, en este primer miércoles de septiembre, que los truchimanes del afecto renovarían con sus traducciones aquellas dos frases tan trilladas, esa que señala que el amor no conoce fronteras, por ejemplo, y esa otra que postula que la lengua del corazón es universal. En fin…