Ojalá la temperatura siga cayendo en el último miércoles de octubre. Entonces desempolvaré la vieja chamarra, la sacaré del armario, allí debe seguir, la de los Dodgers, porque murió Fernando Valenzuela, y los diamantes están de luto en Los Ángeles, y los jardines lloran lágrimas como tirabuzones, y los guantes dejaron de aplaudir los chocolates de otro siglo, y además hubo ponches de añoranza en todas las miradas (suena a poesía, pero es tan sólo jerigonza beisbolera).
Por cierto, me la obsequiaron los exiliados del parque Méndez, hará más de veinte años, en alguna visita concertada a la ciudad de Los Ángeles. Como en una reunión de atletas de la nostalgia, o como en una cita fundamental que regresa cada tanto a nuestras almas (y a nuestros antojos de tortas de la barda), es en dicha ciudad donde nos juntamos las más de las veces. Aunque ahora, qué se le va a hacer, nos vemos más bien poco: en Salt-Lake City también hemos coincidido, y ojalá pudiésemos sincronizarnos en San Antonio, y, algún día, estoy seguro, tocará el turno a la isla de Montreal, y entonces los otoños del Polo Norte serán sede y noticia de una nueva asamblea de tampiqueños transpatriados.
Sí, ojalá se sienta un frío amenazante de pulmonías para vestir el luto azul de mi chamarra inolvidable. Quizás entonces pueda redactar con insólita nitidez que, para los nacidos a finales de los sesenta o principios de los setenta, nuestra adolescencia necesitaba al Toro Valenzuela. Lo necesitábamos para hacer menos olvidadizo nuestro paso por la escuela secundaria. Lo necesitábamos, además, para distraer la pesada carga de las esperanzas que nuestros padres ponían sobre la fragilidad de nuestros hombros. Lo necesitábamos, asimismo, para enlazar el heroísmo de nuestros dieciséis años con sus hazañas de abridor zurdísimo, quise decir, de lanzador increíble, esto es, de serpentinero de curvas indescifrables en todas las televisiones de la calle Colón. Y aunque nunca hubiésemos sabido decirlo con estas palabras, sobre todo lo necesitábamos para que sus blanqueadas sobre el montículo de nuestras edades (sigo con argots de aficionado melancólico, como puede verse) se hiciesen eternas en las pizarras de nuestra juventud.
Casi llegaba el tiempo de la universidad y muchos de nosotros tuvimos que ponernos a trabajar. En el México de entonces, el de los sismos financieros y las dictaduras de partido, “el futuro ya no era lo que solía ser” (así decía Yogui Berra, versión americana de Perogrullo y del filósofo de Güémez), y la mayoría de aquel parque decidió cruzar el río y marcharse a California. Muchas veces me he cuestionado hasta dónde el fenómeno llamado Fernando Valenzuela, con su humildad trascendental, naturalizó la ciudad de Los Ángeles como tierra prometida entre los hijos del parque Méndez. Sea como haya sido, en la ciencia del pasado y en el arte de coleccionar exilios, sus triunfos en las ligas mayores dieron una personalidad distinta a nuestros anhelos al hacernos habitantes mucho más lúcidos de una década de milagros mexicanos del otro lado del río Bravo. Dicho de otro modo, si nos hicimos nómadas con entusiasmos mucho más sólidos fue gracias a la “Fernandomanía”…, y, perdón por insistir: ojalá baje la temperatura, que haga un frío de exhumar bufandas, ojalá y amanezcamos con las primeras escarchas del año para vestir una tristeza añil, una congoja celeste (aquí casi digo una casaca cerúlea) digna de los años de Valenzuela conjugándose con nuestros destierros.
Uno a uno nos fuimos para siempre: Miguel, Hugo, Samuel, Macías, el Karateca, Aradillas, también la Tecolota. Y aunque a los desarraigados del parque ya he dedicado una columna meses atrás (estoy de acuerdo y acepto el reproche por mis redundancias), murió el Toro de Etchohuaquila, qué se le va a hacer, y el tema se imponía con naturalidad. Legendarios como siempre nos sentimos gracias al mejor pelotero mexicano de todos los tiempos, en una de tales reuniones de tampiqueños expulsados en la ciudad de Los Ángeles, organizamos una visita al parque de los Dodgers, sobre la avenida Vin Scully. Hacía mucho que Valenzuela se había retirado, no importaba, y al instalarnos detrás de la primera base, cada lanzamiento nos recordaba mil cosas, y más de una vez nos dijimos que nadie lo hubiese pensado, que la vida en el destierro suele ser así, enmarañada y laberíntica, y a menudo también muy indecisa. Al final de aquel juego, cómo olvidarlo, me regalaron esa chamarra, la oficial, la irrepetible de amigos buenos y la sempiterna de presencias lejanas.
Valenzuela hizo repensar la mexicanidad del otro lado del río Bravo, pues nadie cambia de país para apropiarse de un destino extranjero, sino todo lo contrario. De allí a citar a Unamuno no hay más que un suspiro, pues qué cierto resulta, al recordar la vida del Toro mientras escribo que ojalá haga frío en la isla de Montreal para calarme la chamarra de los Dodgers, que “cuanto más de su país y de su época sea un hombre, es más de los países y las épocas todas” (lo leí en su libro sobre Don Quijote y Sancho, si la memoria no derrapa). Se me dirá, lo sé bien, que los héroes deportivos son ídolos con pies de barro, pero ese silencio suyo de pueblo chico y su timidez tan propia de los hombres de campo, nada era lo que parecía en Valenzuela. Para nosotros, los transterrados del parque Méndez reunidos en Los Ángeles a cada tanto, sentados detrás de la primera base en el estadio de los Dodgers hace algunos años, sus proezas nos habían sabido informar que, con el propósito de convertirse en el migrante más honesto de Etchohuaquila, Fernando decidió no abandonar jamás su condición de vecino entrañable del desierto de Sonora.
Porque jamás renegó ni de su identidad de arenales ni de su ciudadanía de canículas, Fernando Valenzuela nos enseñó que, para ganarnos el derecho a ser exiliados irreprochables del parque Méndez, primero había que aprender a ser tampiqueños más allá de Tampico. En fin…