Cambió el horario en el Polo Norte. El otoño se fue a vivir en otras palabras cuando salgo de la estación Beaubien, con la prisa mal disimulada de quien busca llegar tarde a los dentistas. Y al doblar el recodo lo he visto, a Ulises el chiapaneco, amigo antiguo, y cómo andas, y siempre habrá minutos más largos para rescatar la memoria de otros días, porque la salud va mejor, gracias, la mía también, y al final me ha dicho que regresaba a Tapachula. Por allá tienes tu casa, y así somos los habitantes en la isla de Montreal, extendiendo invitaciones para visitar nuestra calle natal a la menor provocación de los azares. Un día de estos, he prometido, iré y me seguiré de frente a San Cristóbal de las Casas para comprar otro morral de piel (el actual se cae a desgarrones después de tantos vaivenes).
Me promete una jornada de cataratas, hacerme conocer la cascada Azul, la de Roberto Barrios, las de El Chiflón, El Suspiro y la Quinceañera. Así se llaman, me lo jura Ulises el chiapaneco… Sin embargo, cambió el horario, y desde antier tenemos una hora más de sueño. Para vencer la oscuridad de los amaneceres en noviembre, nada como embaucar minuteros, y dichoso tú que regresas a casa, tuve que despedirme, y en ese abrazo de adioses casuales descubrí el tema del día, el de aquí mismo rumbo al consultorio del sacamuelas, porque los transterrados vivimos lanzando invitaciones sin tiempo, ofreciendo convites irrealizables, ¿cómo decirlo?, organizando vacaciones ilusorias. Así es también Kumar el punyabí, propietario del restaurante indio donde hoy cenaré mi plato histórico, el mejor curri de berenjenas de la ciudad, con arroz y pan “nan” incluidos; en sus ofrecimientos de costumbre, el Punjab siempre me estará esperando, lo sé bien, allá tengo una casa a la orden y una familia para matar soledades. Kumar lo machaca todo con su acento irrepetible: allá me esperan los cálidos recibimientos y las comitivas de entrañables “hastaprontos” (dicho de un solo golpe, cualquier “hastapronto” se nutre de una inusitada fuerza poética, creo yo).
Y en las nueve que ya eran casi las 10 de la mañana, las manecillas se ajustan al espejismo de creer que nunca llegaremos tarde a las auroras.
Con precisiones cambiadas y con exactitudes nuevas, al paso de los años el migrante transhispánico aprende a estirar la luz en todas las ventanas, y, en fin, cómo no detestarlos, digo yo, a los dentistas. En la casa de mi niñez, la definición de Odontología pertenecía a los diccionarios ajenos, pues se pronunciaba con un dinero que nunca tuvimos (“es que somos muy pobres”, diría Juan Rulfo con los lirismos de “El llano en llamas”), y en el fluir de las banquetas bastaron diez metros para llegar a la esquina y topar con ella, con Iovanka. Qué sorpresa, judía búlgara, migrante de segunda generación, hija de padres expulsados cuando la gran guerra, la del Holocausto allá en Europa.
Aún tiene familia en la ciudad de Burgas, entre un lago y un golfo, a orillas del mar Negro, según recuerdo. A su manera, ella también es alma tropical, y Iovanka lleva años de siglos queriendo conocer la casa de sus bisabuelos, judíos sefardís, por cierto. Si lo deseo, a mí también me recibirían con los brazos abiertos, me darían hospedaje, me llevarán a conocer las sinagogas históricas de Bulgaria, muchas de ellas en ruinas, qué tristeza. Así somos los transterrados en la isla cosmopolita de Montreal: imaginamos invitaciones sin fecha de caducidad, sobrevivimos planeando veraneos imposibles, pues nos fascina sentir que aún tenemos parentelas vigentes del otro lado de nuestros destierros. Pero, cambió el horario al expirar octubre, los árboles se desnudaron de sus últimas hojas, hoy parecen esqueletos vegetales, y los bulevares semejan alfombras de hojarasca, esteras amarillas que celebran el sonido de nuestros pasos, y en el “hastapronto” de Iovanka (insisto, hay que decirlo de un solo farolazo), aquí iba de nuevo, odiando a los dentistas por su fama de verdugos profesionales, quise decir, de torturadores labiodentales.
Más allá de los títulos académicos y su ciencia de anestesias, desconfío de las y los profesionales de mi boca como desconfío del calor en el invierno. Y al salir del gabinete, con el eco de los equipos de succión en mis encías, mejor distraerse repitiendo que cambió la hora por el rumbo de las auroras boreales. Como de refilón, valdría la pena informar que cayó la primera nieve del año en las regiones más septentrionales de Quebec, y de aquel supermercado del otro lado de la calle me hacían falta varios tomates, el yogur del desayuno, quizás jabón lavatrastos.
Enseguida, la tienda de panecillos recién horneados, cubiertos de ajonjolí, un expreso largo y pagar en la caja donde Melisa la panameña, tercer milagro del día, qué sorpresa, tercer encuentro insólito, me saludó en su español tan juvenil. Hacía rato que no nos veíamos, desde el año pasado, ¿dónde te habías metido, mujer?: había cambiado de trabajo, como podía ver, y, además, acababa de regresar de Panamá donde pasó una temporada de sonrisas inolvidables junto a sus abuelas.
También ella, Melisa la panameña, que le avisara con tiempo, que su familia me recibiría con los brazos abiertos en aquel país. Y, aunque sé que ya lo dije, no importa, así somos los desarraigados, repetitivos a la hora de proponer viajes aparentes, y yo, por mi parte, cuando noviembre ya es gorro de lana y bufanda obligatoria, lo digo siempre así, a Iovanka, a Ulises, a Melisa, también a Kumar: que visiten Tampico, porque allá en México me queda un hermano avezado en los ocasos más bellos del río, sabio en garnachas de abrir los ojos, erudito de lagunas en domingo, y, tenía que ser, es cosa de familia, supongo, él también odia a los dentistas (y en la última línea también hay que decirlo así, en un solo envión, para dar contundencia a la ternura de los “hastaprontos”)…