/ miércoles 17 de julio de 2024

Autorretratos de hielo / El libro en el espejo

El ejercicio es más bien simple… Se trata de mover los nombres de su lugar, esto es, de sustituir la nitidez de nuestras biografías por la transparencia de lo leído en un libro. Lo hemos hecho siempre, quiero decir, en las honduras de una buena novela o frente a la televisión, en las butacas de un cine o en las noticias más tristes de julio, cuando ayer la prensa nacional no dejaba de proyectar las imágenes de los nueve mil desplazados.

Era gente tan parecida a cualquier damnificado universal, rostros dejando sus casas a toda prisa, familias cumpliendo con el ritual de no mirar hacia atrás en el primer gran incendio forestal del verano canadiense.

Decía, pues, que el ejercicio de ponernos en los zapatos del otro, con el objeto de asumir como propios sus nombres y sus apellidos, es más bien simple. Gracias a nuestra milenaria condición de contadores naturales de historias hemos aprendido a estar en vidas que no son nuestras, a renovarnos en ese juego de espejos infinitos que nos confirma, desde que comenzamos a contarnos la historia de Adán y Eva, que en cada ser humano todos somos posibles. Yo siempre he creído que el verbo “imaginar” existe para inspirar recuerdos que, sin pertenecernos, pueden ser evocados en cualquier calle Colón de cualquier Tampico posible. Y porque conviene no filosofar demasiado en estos párrafos iniciales, mejor hablar otro poco de los expulsados del primer gran incendio del verano boreal, allá en Labrador City, también en la pequeña ciudad de Wabush: a mano derecha rumbo a las auroras boreales, casi frente a Groenlandia, era difícil no proyectarse en el forzado destierro de nueve mil residentes muertos de miedo en la provincia de Terranova y Labrador.

En los noticieros del día, también en los periódicos, he reconocido la elocuencia del sálvese quien pueda de aquellas miradas. Una sola de ellas valía por nueve mil desamparos, y, qué duda cabe, eran los mismos gestos de plegaria apresurada comunes a todos los transterrados del mundo. Por lo demás, tal vez sea esa la tarea olvidada del migrante: producir lenguajes nuevos, balbucear voces insólitas, crear conceptos inesperados o elaborar relatos, filmes, crónicas o poemas que nos sensibilicen, con lucideces cada día más eficaces, frente a la expulsión. Y mientras el jefe de bomberos de Terranova y Labrador continuaba informando en cadena nacional que el fuego seguía fuera de control, por fin he abierto el libro de Hanna Arendt que perseguía mis desidias desde hace meses…, “Nosotros refugiados”. En inglés, el ensayo lleva el nombre de “We refugees”, y en el francés que voy leyendo aquí, en este miércoles de ahorita mismo, la obra se titula “Nous autres réfugiés”. Publicado en 1943, en dicho texto la politóloga de origen alemán (más tarde naturalizada americana) pone sobre la mesa de nuestras reflexiones un catálogo de momentos que hoy no sólo atañe al exiliado judío durante el nazismo, sino que alude también a los desplazados universales de nuestros días, por no decir que de todas las épocas.

Los análisis de Arendt sobre aquella persecución se corresponden, en términos generales, a la realidad migrante del siglo XXI. De hecho, en el ejercicio de trasposiciones anunciado en la primera línea de hoy (y del que todos debiésemos ser capaces gracias a las magias de la ficción y a las acrobacias del lenguaje), la sustitución de nacionalidades puede realizarse en forma casi natural: verbigracia, lo dicho en nombre de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial sirve para entender a los refugiados de Siria, o a los expatriados de Gaza y Ucrania, o a los migrantes transhispánicos en Norteamérica, o, por qué no, también a los desterrados hijos del parque Méndez en la isla de Montreal. En un ejemplo aún más desgarrador por la actualidad que lo confirma en estos renglones, las nueve mil víctimas del fuego en Terranova y Labrador, al perderlo todo, acaso ya siempre serán judíos errantes, Ulises posmodernos en permanente estado de confusión, almas deambulando por las cenizas de un recuerdo.

Siempre sostenidos en los análisis del libro, en su sociedad de acogida el recién venido muda pronto de piel para convertirse en máscara de nuevas esperanzas. Ahora nos hemos de aferrar a la idea de Dios tanto como a la clarividencia de las estadísticas, nos haremos sociólogos de nuestra posible asimilación en otro país lo mismo que místicos de una realidad que ha movido muchos milagros de su lugar: la lengua, el clima, la cocina, la arquitectura, las coordenadas culturales de los abrazos y los trasfondos simbólicos de las bienvenidas, y etcétera. Ah, sí, y entre las cosas que Hanna Arendt nos ayuda a explicar con renovada transparencia está la discriminación, “esa arma social que permite matar sin efusión de sangre”, gesto que aniquila una y otra vez nuestros anhelos de integración, escupitajo cotidiano que nos recuerda nuestra condición de apátridas.

Ya, ya voy de salida… Por triste que resulte, “Nosotros refugiados” no ha perdido su dolorosa vigencia a pesar de las ocho décadas transcurridas desde su publicación hasta el día de ayer en que el fuego seguía devorando árboles centenarios y casas abandonadas, allá, en Terranova y Labrador. A pesar de todo, dentro y fuera del libro de Hanna Arendt las y los desterrados somos portadores de un optimismo que se aferra con uñas y dientes al sueño de volver a pronunciarnos con las sílabas más ciertas de una casa propia, con el celebratorio acento de una identidad recuperada o con las gramáticas felices de un nuevo sentido de pertenencia. Al poner a nuestro servicio las herramientas verbales que nombran en uno solo a todos los desarraigados del planeta, en tan singular sinécdoque existencial Hanna Arendt cumple con el más soterrado de los deberes del alma expulsada, a saber, poner su propio exilio al servicio de nuestros espejos: desempañarlos de prejuicios ante los reflejos que arroja el recién venido a nuestras facciones es un desafío, ¿cómo decirlo?, casi tan antiguo como el de apagar incendios forestales...

El ejercicio es más bien simple… Se trata de mover los nombres de su lugar, esto es, de sustituir la nitidez de nuestras biografías por la transparencia de lo leído en un libro. Lo hemos hecho siempre, quiero decir, en las honduras de una buena novela o frente a la televisión, en las butacas de un cine o en las noticias más tristes de julio, cuando ayer la prensa nacional no dejaba de proyectar las imágenes de los nueve mil desplazados.

Era gente tan parecida a cualquier damnificado universal, rostros dejando sus casas a toda prisa, familias cumpliendo con el ritual de no mirar hacia atrás en el primer gran incendio forestal del verano canadiense.

Decía, pues, que el ejercicio de ponernos en los zapatos del otro, con el objeto de asumir como propios sus nombres y sus apellidos, es más bien simple. Gracias a nuestra milenaria condición de contadores naturales de historias hemos aprendido a estar en vidas que no son nuestras, a renovarnos en ese juego de espejos infinitos que nos confirma, desde que comenzamos a contarnos la historia de Adán y Eva, que en cada ser humano todos somos posibles. Yo siempre he creído que el verbo “imaginar” existe para inspirar recuerdos que, sin pertenecernos, pueden ser evocados en cualquier calle Colón de cualquier Tampico posible. Y porque conviene no filosofar demasiado en estos párrafos iniciales, mejor hablar otro poco de los expulsados del primer gran incendio del verano boreal, allá en Labrador City, también en la pequeña ciudad de Wabush: a mano derecha rumbo a las auroras boreales, casi frente a Groenlandia, era difícil no proyectarse en el forzado destierro de nueve mil residentes muertos de miedo en la provincia de Terranova y Labrador.

En los noticieros del día, también en los periódicos, he reconocido la elocuencia del sálvese quien pueda de aquellas miradas. Una sola de ellas valía por nueve mil desamparos, y, qué duda cabe, eran los mismos gestos de plegaria apresurada comunes a todos los transterrados del mundo. Por lo demás, tal vez sea esa la tarea olvidada del migrante: producir lenguajes nuevos, balbucear voces insólitas, crear conceptos inesperados o elaborar relatos, filmes, crónicas o poemas que nos sensibilicen, con lucideces cada día más eficaces, frente a la expulsión. Y mientras el jefe de bomberos de Terranova y Labrador continuaba informando en cadena nacional que el fuego seguía fuera de control, por fin he abierto el libro de Hanna Arendt que perseguía mis desidias desde hace meses…, “Nosotros refugiados”. En inglés, el ensayo lleva el nombre de “We refugees”, y en el francés que voy leyendo aquí, en este miércoles de ahorita mismo, la obra se titula “Nous autres réfugiés”. Publicado en 1943, en dicho texto la politóloga de origen alemán (más tarde naturalizada americana) pone sobre la mesa de nuestras reflexiones un catálogo de momentos que hoy no sólo atañe al exiliado judío durante el nazismo, sino que alude también a los desplazados universales de nuestros días, por no decir que de todas las épocas.

Los análisis de Arendt sobre aquella persecución se corresponden, en términos generales, a la realidad migrante del siglo XXI. De hecho, en el ejercicio de trasposiciones anunciado en la primera línea de hoy (y del que todos debiésemos ser capaces gracias a las magias de la ficción y a las acrobacias del lenguaje), la sustitución de nacionalidades puede realizarse en forma casi natural: verbigracia, lo dicho en nombre de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial sirve para entender a los refugiados de Siria, o a los expatriados de Gaza y Ucrania, o a los migrantes transhispánicos en Norteamérica, o, por qué no, también a los desterrados hijos del parque Méndez en la isla de Montreal. En un ejemplo aún más desgarrador por la actualidad que lo confirma en estos renglones, las nueve mil víctimas del fuego en Terranova y Labrador, al perderlo todo, acaso ya siempre serán judíos errantes, Ulises posmodernos en permanente estado de confusión, almas deambulando por las cenizas de un recuerdo.

Siempre sostenidos en los análisis del libro, en su sociedad de acogida el recién venido muda pronto de piel para convertirse en máscara de nuevas esperanzas. Ahora nos hemos de aferrar a la idea de Dios tanto como a la clarividencia de las estadísticas, nos haremos sociólogos de nuestra posible asimilación en otro país lo mismo que místicos de una realidad que ha movido muchos milagros de su lugar: la lengua, el clima, la cocina, la arquitectura, las coordenadas culturales de los abrazos y los trasfondos simbólicos de las bienvenidas, y etcétera. Ah, sí, y entre las cosas que Hanna Arendt nos ayuda a explicar con renovada transparencia está la discriminación, “esa arma social que permite matar sin efusión de sangre”, gesto que aniquila una y otra vez nuestros anhelos de integración, escupitajo cotidiano que nos recuerda nuestra condición de apátridas.

Ya, ya voy de salida… Por triste que resulte, “Nosotros refugiados” no ha perdido su dolorosa vigencia a pesar de las ocho décadas transcurridas desde su publicación hasta el día de ayer en que el fuego seguía devorando árboles centenarios y casas abandonadas, allá, en Terranova y Labrador. A pesar de todo, dentro y fuera del libro de Hanna Arendt las y los desterrados somos portadores de un optimismo que se aferra con uñas y dientes al sueño de volver a pronunciarnos con las sílabas más ciertas de una casa propia, con el celebratorio acento de una identidad recuperada o con las gramáticas felices de un nuevo sentido de pertenencia. Al poner a nuestro servicio las herramientas verbales que nombran en uno solo a todos los desarraigados del planeta, en tan singular sinécdoque existencial Hanna Arendt cumple con el más soterrado de los deberes del alma expulsada, a saber, poner su propio exilio al servicio de nuestros espejos: desempañarlos de prejuicios ante los reflejos que arroja el recién venido a nuestras facciones es un desafío, ¿cómo decirlo?, casi tan antiguo como el de apagar incendios forestales...