La pregunta que nadie tolera, cuando dejamos el terruño para convertirnos en una forma inesperada de ser tampiqueños, tiene que ver con los regresos. ¿Por qué no vuelves a casa?, suele decir la gente, ¿por qué no te reintegras a la raíz de tus acentos, cuando nombrabas el sol a cualquier hora del calor, o cuando había salsas picantes en todos tus antojos? Y la respuesta, lo sé casi de cierto, también resulta incomprensible: la vida siguió pasando en el destierro, y los años de expulsión representan una deuda incalculable, una factura existencial que nos esclaviza (mejor cerrar el primer paréntesis y cambiar de tono en otro párrafo)…
Lo nuestro es la insolvencia para emprender, alguna vez, el retorno. Acá la vida siguió sucediendo, acá nos nacieron hijas multiculturales y acá esperamos la llegada de nietos quizás igual de plurilingües, acá educamos nuestros labios a la realidad de otros idiomas y acá tenemos amigos que nos han enseñado a embromar las tristezas. Sobre todo y desde luego, acá hemos aprendido a engañar la soledad aferrándonos, como ayer mismo, a los paseos del otoño, cuando bajé del autobús 51 en un crucero de avenidas casi místicas: Saint-Laurent esquina perfecta con Saint-Joseph. El paisaje invitaba a la contemplación, con árboles ocres, amarillos, rojísimos, tostados, vaya fascinación, y en la sonoridad de mis pasos sobre los senderos de la hojarasca, junto a una amiga de otra época (Anissa viene de Argelia) nos hemos acercado al tintineo de la fuente cuyos trazos cruciformes organizan las simetrías del sitio. Hacía frío, a veces rondamos los cero grados al amanecer, aunque mañana jueves anuncian el regreso a días más bien cálidos.
Para lo que importa decir aquí, los transpatriados tenemos raíces duales, lo cual equivale a señalar que nuestras sombras siempre se desdoblan. Sin grandes contradicciones de por medio, nos habitan las ambivalencias identitarias: somos casa y destierro, refugio y peregrinación, búsqueda y extravío, errancia y esperanza, todo en un solo golpe de voz. Gioconda Belli, escritora nicaragüense hoy expatriada de sus calles natales, tiene una frase que viene muy a cuento de lo anterior, porque yo también “quisiera ser extranjero para volver a mi país”… Y muchas cosas como esas pensaba en voz alta mientras seguía comentándole a Anissa, cuya lengua madre es el cabilio (también conocido como bereber o berberisco), la necesidad de escribir algo distinto en el miércoles de todas estas palabras.
Nació en la ciudad de Argel, frente a la bahía del mismo nombre, y hace mucho que se fue de casa, ella también. En fin, y ojalá pudiese redactar una columna de renglones diferentes, aquí mismo y ahora mismo, porque en este día de árboles extraordinarios en la isla de Montreal, hace justo doscientos miércoles que tracé mi primer “Autorretrato de hielo”. Acaso para corregir las falsas ideas que proliferan sobre los tampiqueños errantes (somos muchísimos más de los que la gente cree), el propósito ha sido hasta hoy componer un editorial de géneros cruzados donde el diario de un viaje interminable se conjugue con la reflexión sobre los exilios. En sentido inverso, aunque con igual intensidad, el empeño siempre será narrar las mañanas más inclementes del Polo Norte y la forma como sus tiriteras y escalofríos colorean la nostalgia del trópico, allá, muy por los rumbos del río Pánuco, casi llegando a Veracruz.
Hace ya doscientas semanas que intento convencer a los viejos amigos del parque Méndez, convertidos tal vez en fieles lectores de todo esto, que los adioses no son negociables. Convencerlos, además, de que la expulsión nos convierte en la insólita noticia de nosotros mismos, pues la experiencia nos hace evolucionar hacia una forma inusitada de ser tampiqueños. De hecho, doscientos miércoles después, aún ensayo nuevas maneras para expresar que el desterrado del Golfo de México asume un oficio de fisgón profesional, es alma que se diploma en desconciertos, ¿cómo decirlo?, y tarde o temprano se hace erudito en asombros. En los sobresaltos latentes de su mirada, todo lo traduce y todo lo compara, todo lo descifra mientras también todo lo traspapela en los cajones de doble fondo de su memoria. Como botón de muestra de lo anterior, en esa banca sobre la fuente, en el parque Lahaie de arriates inolvidables, Anissa seguía enseñándome algunas palabrejas en cabilio (quise decir, en berberisco), y resultaba tan mágico imaginar, en el interior de sus pronunciaciones, ora nasales ora guturales, los sonsonetes paralelos de la calle Colón.
Los migrantes somos seres de reacciones fronterizas, miradas que se bifurcan, alientos que se ramifican. Estamos en la casa de nuestra cultura mientras la echamos de menos, residimos en nuestro idioma mientras lo añoramos, o, si fuese posible decirlo así, aprendemos a rescatar los refranes transhispánicos para confirmar la sabiduría (y también la belleza) de nuestros proverbios en desuso. Y mientras Anissa recitaba en bereber un poema que no quiso traducir, la imaginé hablando de los exiliados argelinos en términos parecidos a los míos, explicándolos como seres colmados de ausencias a menudo insuperables.
Existir, filosofaba Unamuno con espíritu etimológico, quiere decir “estar fuera”. Por ello, quizás los migrantes existimos dos veces en dicho verbo…, y en el último párrafo del día le dije que sí, Anissa, tenías razón: de alguna manera todos somos hijos de algún destierro, palpable o silencioso, tangible o encubierto, flagrante o dudoso, y es tarea del escritor buscar nuevas elocuencias para que nadie naturalice los desarraigos ni banalice las expulsiones, desde Adán y Eva hasta los desplazados de Gaza. Y ya casi para despedir el aniversario de los doscientos miércoles, allá en el parque Lahaie, Anissa me enseñó a decir gracias en cabilio, “tanemmirt”, y hasta luego en bereber se decía “ar timlili” (o algo así), y si fue sólo para aprender a balbucearnos en berberisco quizás haya valido la pena dejar el terruño, quise decir, para buscarnos en castellano en la novedad de todas las lenguas que a diario nos pronuncian en una ciudad tan cosmopolita también gracias a nosotros.