Recordaré siempre la noche de anoche, tan obligatoria de otro modo, sobre las alfombras del aeropuerto. Tormenta tropical, el cielo se venía abajo, y cancelaron muchísimos vuelos rumbo a la costa este, hacia Boston y Nueva York sobre todo, por culpa de Debby. Así se llama el ciclón de ayer mismo, Debby, y las salas de espera cambiaron de vocación, parecían un hospitalillo militar: cuerpos tirados por doquier, maletas como despojos de una guerra contra la madrugada, asientos malheridos, mantas como vendajes recientes sobre el rostro de nuestros desvelos, y a mí, la verdad, siempre me ha bastado un pedazo de suelo para dormir como Dios manda.
En el desamparo de los viajes rotos, todos somos tan parecidos. Será porque nada une tanto como la comunidad de los abatimientos. Añoro el espíritu de la pandemia, ¿se acuerdan?, cuando nos mirábamos sin fronteras sociológicas, cuando nos presentíamos huérfanos del mismo desasosiego y compatriotas de esperanzas enlazadas. Sin embargo, mejor continuar redactando que al día siguiente, en una fila de horas interminables, rodeados de un mar de acentos cubanos, rumbo a los mostradores del servicio a la clientela nos hicimos hermanos: César, un peruano de Cusco, y no, yo no he subido nunca a Machu Picchu, le respondía, pero él, dale que dale, cuchillito de palo, vuelve la burra al trigo, no dejaba de preguntarlo, ¿ninguno de ustedes ha subido a Machu Picchu? Allí fue donde Luis se integró a la charla, nativo de la ciudad de Guatemala, estómago exagerado de bondades, parecía morirse de hambre todo el tiempo, y además estaba Antonio, joven barranquillero de sonrisa pronta y amistad a flor de piel, y aunque yo ya no daba para más, desde mis requiebros de tampiqueño desvelado aporté mis virutas de lengua castellana para nutrir la ilusión de un asiento disponible en el próximo vuelo a la isla de Montreal.
En la manía de las definiciones, a los desterrados de la lengua española en el Polo Norte suele llamársenos latino-canadienses. Ya, ya vuelvo a la fila: eruditos del desarraigo y casi peritos en peregrinajes, una y otra vez nuestros acentos naufragaban en ese Miami tan dicharachero, ¿ya lo dije?, porque Florida es la filial más cubana de la lengua española en Norteamérica, o porque acá La Habana sigue sucediendo entre miradas caribes y carcajadas sin frontera. Me gusta esa forma de andar por el mundo, cuando las meseras del café (de hecho, casi cualquier empleado del aeropuerto) desempacaban sus ternuras verbales rematando las frases con un “mi vida”, un “mi amor”, así se dirigen a uno todo el tiempo, “mi rey”, incluso “papito”. Y aunque resultaba tan mágica la reverberación instantánea del tuteo al trasminarse la calle Colón en mis pronunciaciones, lo que se debe escribir aquí es que allí seguíamos, Cusco subiendo a Machu Picchu, Guatemala añorando un caldo de gallina, Barranquilla con sus gestos de aventura, y también la forma más tampiqueña de decir que malditos huracanes, desgraciados ciclones, vendavales hijos de mala madre, mira que venir a suceder en mi retorno a los otoños inminentes del otro lado de agosto.
Lo juro, fueron siete horas de fila. Y, de repente, todo sucedió a la velocidad de la luz, con la vehemencia de un dolor inesperado: cuando ya casi era turno nuestro, llegó esa mujer vestida de negro con cuatro pasaportes en las manos de un llanto incontrolable. Nos pedía permiso, que le cediéramos el sitio, que por favor comprendiéramos su dolor, y lloraba, porque su madre se le moría en Matanzas, necesitaba llegar a Cuba, sí o sí, quizás ya no la alcanzaría con vida, y malditos huracanes, claro, señora, pase usted, desgraciados ciclones, para eso habíamos nacido en la misma compasión de Cusco-Guatemala - Barranquilla - Tampico, y enseguida fuimos lengua de la misma indulgencia y generosidad expresada en un solo golpe de voz.
Aún era joven, no más de cuarenta, y vestía de negro, entre informal y luctuosa, entre muy cómoda y también tan irremediable. Le cedimos el paso, y ahora sollozaba frente al hombre de los anteojos enormes en el mostrador de la aerolínea, que por favor, que su madre se le iba para siempre allá en Matanzas. Lo arregló en ese santiamén de minutos eficaces que tienen las mujeres de la lengua española, capaces como son de resolver tres guerras mundiales con un solo parpadeo, y le creímos, claro que le creímos, porque Cusco recordó en voz alta que él no había asistido al velorio de su madre (aún no tenía los papeles en regla, imposible salir del país); algo similar le había ocurrido a Guatemala, o casi, cuando tuvo que elegir entre la esperadísima cita en Migración o el viaje apresurado al entierro de una madre, y ni modo. Yo, por mi parte, recordé que la mía había fallecido durante la pandemia, fronteras cerradas, qué se podía hacer, y Barranquilla, tan joven y tan aventurero, nos miraba queriendo no reflejarse jamás en el espejo de la distancia que se le venía encima, acaso repitiéndose en silencio que él nunca viviría nada parecido cuando Matanzas ahora le estrechaba la mano al representante, ahora se despedía de nosotros con facciones inyectadas, ahora insistía que por favor nos fuésemos a tomar una cerveza en su nombre, “mis cielos”, y alargaba un billete de cincuenta dólares que nadie le quiso aceptar.
Y en el último párrafo del día dieron las seis de la tarde, casi sin tiempo para comer, porque nuestro vuelo a la isla de Montreal despegaría, por fin, a las 7:35 de la noche. De regreso a las salas de espera, había que entretener el agotamiento, quizás abrir mi cuadernillo para rescatar en estos renglones el instante preciso y el suspiro exacto en que Miami se hizo Matanzas en el idioma cruzado de Guatemala-Cusco-Tampico, y también en la lengua venidera de Barranquilla a punto de llegar a su propio destierro con su semblante de soñador sin contratiempos, como de juventud a toda prueba. En fin…