/ miércoles 10 de julio de 2024

Autorretratos de hielo / De hijas, abuelas y catedrales

Comienzo a escribir este miércoles con el recuerdo de mi abuela en el teclado. Oriunda de Jalisco, con melancolías y acentos a lo Juan Rulfo, la abuela Pepa nos aconsejaba pedir tres gracias al entrar por primera vez a un templo. Y así lo hice al conocer la Old North Church, del otro lado del río Charles, allá en Boston. La vida me había llevado a trabajar en universidades de la Nueva Inglaterra, y pronto me di el tiempo para recorrer sus barrios históricos, subir al metro, pasear por el mercado frente a la marina. Había museos para todos los gustos y pocas iglesias, librerías sorprendentes y otra vez muy pocas iglesias, y también conocí el parque de beisbol.

La Old North Church, construida en 1723, parecía confirmarme de otro modo mi identidad de migrante transhispánico. Venido de los santuarios y capillas del otro lado del río Bravo, aquel recinto resultaba distinto por reciente; la pulcritud de su aspecto informaba, además, que el lugar se había convertido en atracción turística, amén de hacerme pensar en Víctor Hugo ilustrando en “Los miserables” que un par de siglos de vida representa la infancia en los muros de una iglesia y la extrema vejez en las paredes de una casa. En Hispanoamérica, lo sabemos, los atrios sirven también de enciclopedias: al revelar la fundación de una ciudad o los milagros aún vigentes de algún santo histórico, nuestras catedrales son como libros de cantera leídos a todas horas por todos nosotros. Y aún con pudor de nieto pueblerino en estas líneas, desde siempre yo he solucionado el problema de las tres rogativas aconsejadas por la abuela con los nombres de mis hijas: una para cada una de ellas, y ya está.

En general, una iglesia latinoamericana está en todas las demás. En una insólita galería de viceversas, la catedral de Salta ofrece páginas cuyos verbos de piedra se conjugan en Managua, los ábsides de La Habana pueden leerse en La Paz, los campanarios de Tampico se traspapelan en Quito, y etcétera. Ah, sí, Dios las concedería, tarde o temprano, las tres peticiones, y fuimos más de cien las nietas y los nietos de la abuela Pepa que, casada con don Juan de Luna, refresquero, vivió para conocer a sus choznos (me gusta la palabreja, pues algo tiene de desparpajo y otro poco de cultismo, ¿no es cierto?). Y cuando entré por primera vez a la Basílica de Nuestra Señora de Montreal, en un invierno feroz de hace tres décadas, no podía creer que un edificio tan fundamental datase de un siglo tan cercano como el XIX. Construida bajo el auspicio de los sulpicianos, las bancas desplegaban modernas simetrías, los arcos y pilares eran de madera tallada y el techo estaba constelado con flores de lis sobre fondo azul, símbolos de la realeza francesa.

Así como en Tampico fuimos Nueva España y Boston ha sido siempre Nueva Inglaterra, el nombre colonial de Quebec es el de la Nueva Francia. Y al día de hoy han sido muchas las iglesias del Nuevo Mundo en las que he pronunciado a mis tres hijas, como en la Basílica Menor de Santa María de la Encarnación, Catedral Primada de América, allá en Santo Domingo. Disfrazado de turista, en el pórtico me prohibieron el paso, por las bermudas, señor, y enseguida se acercó un hombre con su negocio de pantalones en renta. A ojo de buen cubero calculó mi cintura y alargó una prenda elástica: me sentí ofendido, no estoy tan gordo, le dije, y sonreímos, él tan caribeño y yo tan ocurrente. Ya en el interior, las naves eran renacentistas, aunque había trazos mudéjares en las ventanas y crucerías góticas en el techo. Al mirar hacia el retablo central quise sospechar a Cristóbal Colón entre los reclinatorios, y, lo dicho, una catedral hispanoamericana está en todas las demás (y también en el nombre pronunciado de mis tres hijas).

En Arequipa la basílica ha sido reconstruida unas diez veces. Entre incendios y terremotos, el recinto impresiona tanto por lo que ofrece como por las cicatrices de lo perdido. En mi primera visita pasé un par de horas recorriendo el atrio y los pasillos, jugando a perderme entre capillas y corredores, admirando las tallas de piedra sillar (de origen volcánico) en la fachada y pronunciando a mis hijas en el ritual aprendido de la abuela. A ratos me sentía en Cartagena de Indias o Cuenca, en Sucre o Antigua, en San Juan o Panamá, e incluso en Las Palmas de Gran Canaria. Sin embargo, lo que me traía de regreso a las iglesias de Arequipa era el acento del sacerdote; de hecho, en mis juegos mentales imaginaba que la única posibilidad de diferenciar una catedral peruana de todas las demás eran las homilías. Y porque había que parar la oreja para identificar los dejes arequipeños del oficiante, concluí que los púlpitos nos necesitan para recuperar la nacionalidad de las abuelas y el gentilicio de sus plegarias heredadas.

Tan largo camino ha sido necesario para entrar, también por vez primera, a la Catedral de Oaxaca. Dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, en el altar se realizaba una boda. Sentado en las últimas bancas, contemplaba columnas y capiteles, miraba el piso con atención, analizaba el estilo románico del techo, estudiaba hornacinas y clasificaba nichos cuando, en plena celebración, la voz del sacerdote comenzó a leer en voz alta las cartas de amor de los contrayentes. En el aire de su mano revoloteaban ahora las frases y los papeles en los que ella y él, él y ella, se habían amado durante años. Hubo un suspiro largo en la concurrencia mientras los novios, orgullosísimos, contemplaban al sacerdote saltando con ternura por sus renglones de otro tiempo. Y fue entonces cuando de nueva cuenta escuché a la abuela Pepa susurrando consejos en mis oídos, y al pronunciar las tres peticiones con los nombres de mis hijas (transterradas de segunda generación, claro está) volví a presentirlas tan mexicanas en las bodas de Oaxaca…

Comienzo a escribir este miércoles con el recuerdo de mi abuela en el teclado. Oriunda de Jalisco, con melancolías y acentos a lo Juan Rulfo, la abuela Pepa nos aconsejaba pedir tres gracias al entrar por primera vez a un templo. Y así lo hice al conocer la Old North Church, del otro lado del río Charles, allá en Boston. La vida me había llevado a trabajar en universidades de la Nueva Inglaterra, y pronto me di el tiempo para recorrer sus barrios históricos, subir al metro, pasear por el mercado frente a la marina. Había museos para todos los gustos y pocas iglesias, librerías sorprendentes y otra vez muy pocas iglesias, y también conocí el parque de beisbol.

La Old North Church, construida en 1723, parecía confirmarme de otro modo mi identidad de migrante transhispánico. Venido de los santuarios y capillas del otro lado del río Bravo, aquel recinto resultaba distinto por reciente; la pulcritud de su aspecto informaba, además, que el lugar se había convertido en atracción turística, amén de hacerme pensar en Víctor Hugo ilustrando en “Los miserables” que un par de siglos de vida representa la infancia en los muros de una iglesia y la extrema vejez en las paredes de una casa. En Hispanoamérica, lo sabemos, los atrios sirven también de enciclopedias: al revelar la fundación de una ciudad o los milagros aún vigentes de algún santo histórico, nuestras catedrales son como libros de cantera leídos a todas horas por todos nosotros. Y aún con pudor de nieto pueblerino en estas líneas, desde siempre yo he solucionado el problema de las tres rogativas aconsejadas por la abuela con los nombres de mis hijas: una para cada una de ellas, y ya está.

En general, una iglesia latinoamericana está en todas las demás. En una insólita galería de viceversas, la catedral de Salta ofrece páginas cuyos verbos de piedra se conjugan en Managua, los ábsides de La Habana pueden leerse en La Paz, los campanarios de Tampico se traspapelan en Quito, y etcétera. Ah, sí, Dios las concedería, tarde o temprano, las tres peticiones, y fuimos más de cien las nietas y los nietos de la abuela Pepa que, casada con don Juan de Luna, refresquero, vivió para conocer a sus choznos (me gusta la palabreja, pues algo tiene de desparpajo y otro poco de cultismo, ¿no es cierto?). Y cuando entré por primera vez a la Basílica de Nuestra Señora de Montreal, en un invierno feroz de hace tres décadas, no podía creer que un edificio tan fundamental datase de un siglo tan cercano como el XIX. Construida bajo el auspicio de los sulpicianos, las bancas desplegaban modernas simetrías, los arcos y pilares eran de madera tallada y el techo estaba constelado con flores de lis sobre fondo azul, símbolos de la realeza francesa.

Así como en Tampico fuimos Nueva España y Boston ha sido siempre Nueva Inglaterra, el nombre colonial de Quebec es el de la Nueva Francia. Y al día de hoy han sido muchas las iglesias del Nuevo Mundo en las que he pronunciado a mis tres hijas, como en la Basílica Menor de Santa María de la Encarnación, Catedral Primada de América, allá en Santo Domingo. Disfrazado de turista, en el pórtico me prohibieron el paso, por las bermudas, señor, y enseguida se acercó un hombre con su negocio de pantalones en renta. A ojo de buen cubero calculó mi cintura y alargó una prenda elástica: me sentí ofendido, no estoy tan gordo, le dije, y sonreímos, él tan caribeño y yo tan ocurrente. Ya en el interior, las naves eran renacentistas, aunque había trazos mudéjares en las ventanas y crucerías góticas en el techo. Al mirar hacia el retablo central quise sospechar a Cristóbal Colón entre los reclinatorios, y, lo dicho, una catedral hispanoamericana está en todas las demás (y también en el nombre pronunciado de mis tres hijas).

En Arequipa la basílica ha sido reconstruida unas diez veces. Entre incendios y terremotos, el recinto impresiona tanto por lo que ofrece como por las cicatrices de lo perdido. En mi primera visita pasé un par de horas recorriendo el atrio y los pasillos, jugando a perderme entre capillas y corredores, admirando las tallas de piedra sillar (de origen volcánico) en la fachada y pronunciando a mis hijas en el ritual aprendido de la abuela. A ratos me sentía en Cartagena de Indias o Cuenca, en Sucre o Antigua, en San Juan o Panamá, e incluso en Las Palmas de Gran Canaria. Sin embargo, lo que me traía de regreso a las iglesias de Arequipa era el acento del sacerdote; de hecho, en mis juegos mentales imaginaba que la única posibilidad de diferenciar una catedral peruana de todas las demás eran las homilías. Y porque había que parar la oreja para identificar los dejes arequipeños del oficiante, concluí que los púlpitos nos necesitan para recuperar la nacionalidad de las abuelas y el gentilicio de sus plegarias heredadas.

Tan largo camino ha sido necesario para entrar, también por vez primera, a la Catedral de Oaxaca. Dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, en el altar se realizaba una boda. Sentado en las últimas bancas, contemplaba columnas y capiteles, miraba el piso con atención, analizaba el estilo románico del techo, estudiaba hornacinas y clasificaba nichos cuando, en plena celebración, la voz del sacerdote comenzó a leer en voz alta las cartas de amor de los contrayentes. En el aire de su mano revoloteaban ahora las frases y los papeles en los que ella y él, él y ella, se habían amado durante años. Hubo un suspiro largo en la concurrencia mientras los novios, orgullosísimos, contemplaban al sacerdote saltando con ternura por sus renglones de otro tiempo. Y fue entonces cuando de nueva cuenta escuché a la abuela Pepa susurrando consejos en mis oídos, y al pronunciar las tres peticiones con los nombres de mis hijas (transterradas de segunda generación, claro está) volví a presentirlas tan mexicanas en las bodas de Oaxaca…