El mes de junio trajo una noticia más sobre los perseguidos del mundo, cuando leo el artículo en la prensa digital: Celebran el Día Mundial de los Refugiados. Imposible saber si la fecha ya es efeméride que ha de repetirse año con año, no lo creo, sería como naturalizar la desesperanza en un mundo hecho de expulsiones y de rechazos, resignarse a las avenidas transitadas por esa especie de héroes heridos o de ángeles en desgracia. Así era como los representaba Wim Wenders en sus películas, como seres expulsados de otros paraísos y de otros sueños cuando el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) habló de ciento millones de refugiados en todo el mundo, más del doble que hace diez años.
Me disgustan las cifras cerradas que todo lo convierten en abstracción. También es verdad que al hablar de un censo así, ¡ciento veinte millones de desterrados!, se alude a la imposibilidad de las exactitudes: muchos habrá que huyen y no alcanzarán jamás un lugar en el recuento, invisibles entre los invisibles, gente desplazada por una guerra o por un golpe de Estado o por una crisis financiera, también por el cambio climático, y, lo recuerdo bien, quiero decir, al cineasta alemán, a Wim Wenders en “Las alas del deseo” (también conocida como “El cielo sobre Berlín”). Tal fue la cinta que acompañó mi última tarde como mexicano de tiempo completo, años noventa, en la Ciudad de México de todos nosotros, y al continuar redactando en este último miércoles de junio el estado de ánimo con que salí de la Embajada de Canadá, los papeles estaban en regla, por fin, las visas y los permisos, los pasaportes y las legalizaciones, necesitaba dejar de pensar en las vueltas que da la vida.
Y porque mi autobús a Tampico era nocturno, subiría al metro y me acercaría a la Cinemateca, cómo no lo había pensado. Callejearía por los cafetines de Coyoacán, miraría la casa donde dicen que Hernán Cortés torturó a Cuauhtémoc, admiraría las artesanías, entraría a las tiendas de música, contemplaría la fuente, la iglesia, me gustaba mucho aquel quiosco, las bancas y los arriates. En su momento, preguntaría cómo llegar al cine, aquello arrastraba una humanidad hoy tan impensable, cuando rápido poníamos nuestro día en manos de cualquier desconocido, porque a las seis daban “Las alas del deseo”. Antes, por supuesto, un plato de birria muy al estilo Jalisco, preparada como en los pueblos donde mi madre fue tan niña y mi abuela tan cocinera, sazonada como en San Miguel el Alto o en Arandas, como en Tepatitlán o en Ojuelos, tortillas tiradas al comal, salsa de fuegos perfectos, y fueron dos las aguas minerales que me sucedieron en aquella última vez al salir del comedero.
Ciento veinte millones de expatriados, lo cual equivale a casi toda la población de México deambulando por alguna frontera internacional en busca de asilo. Y aunque detrás de cada refugiado hay mil odiseas por reseñar, la noticia sólo hablaba de lo mucho que la situación había empeorado en la década que corre, cuando la mayoría de los gobiernos criminalizan hoy al exiliado en lugar de abrirle las puertas. Celebrar los adioses obligados, vaya ironía, y mientras compraba un boleto en mi última memoria de la Cinemateca, y mientras ocupaba ya mi última butaca para ver a Wim Wenders (el de “Días perfectos”, el de “París, Texas”, el de “Buena Vista Social Club”), hoy mismo y aquí mismo es posible señalar que en cada transterrado del mundo, de Haití, de Siria, de Ucrania, de Irán, del Congo, de El Salvador, también del parque Méndez, se congregan todos los demás.
Prosigo… Así somos los migrantes en nuestra guerra contra la soledad: nos buscamos en los exilios que nos rodean, aprendemos a mirarnos en los destierros que nos reflejan, y, al paso de los años, incluso nos inventamos una nueva comunidad de santos para sobrevivir fuera de casa. Sin embargo, ¿cómo celebrar que ciento veinte millones de veces alguien haya tenido que irse de una última cena en las birrias de Jalisco, o de un último vistazo a los acentos de Coyoacán, o de una última película en la Cinemateca? Y al apagarse las luces fui y volví a la historia inolvidable de Wim Wenders, cuando la pantalla ofrecía un Berlín en blanco y negro poblado de ángeles. En ese cuento de hadas por demás tan filosófico, las alas de Bruno Gantz y de Otto Sander, también las de Peter Falk, hacían su aparición durante momentos al alcance de cualquier nostalgia, a saber, en los circos donde fuimos niños de carcajadas eternas, por ejemplo, o en esos gestos donde alguna vez recuperamos nuestra fe en los abrazos, o durante el tiempo sin tiempo tan propio de las bibliotecas públicas (allí donde hay libros uno corre el riesgo hasta de encontrar a Dios, digo yo, tan medio ateo como siempre he sido).
Los ángeles cruzaban también por fotogramas hechos de personajes extranjeros. Aquí y allá, acompañaban la escena de una mujer con velo o la secuencia de un auto con una familia de lenguas lejanas; en medio de tales murmullos visuales, dichos episodios hablaban del refugiado en términos trascendentales y casi teológicos, acaso porque Wim Wenders, nacido hacia el final de la gran guerra, sabía que nadie está nunca a salvo de la palabra “desarraigo”. Y mientras la pantalla comenzaba con sus vaivenes del blanco y negro al tecnicolor, ahora era el propio Bruno Gantz quien, en nombre de un amor imposible, renunciaba a sus alas para solicitar refugio entre nosotros. Desde entonces, desde aquella Cinemateca en Coyoacán, desde aquella última jornada de trámites migratorios y de autobuses nocturnos a Tampico, ciento veinte millones de veces habré pensado que sólo los enamorados son capaces de reconocer que detrás de cada refugiado hay un ángel caído recién llegado a su nuevo destino...