/ miércoles 19 de junio de 2024

Autorretratos de hielo / A propósito de Rashid...

El auto llegó cuando debía, a las cuatro de la mañana, porque mi vuelo pasaría por Estados Unidos y las aerolíneas exigen tres horas de anticipación. Casi amanecía, ya se sabe, lo habré escrito tantas veces en otros miércoles: superada la primavera, en las aceras nórdicas recuperamos un poco más de luz en cada amanecer, algunos minutos suplementarios en todas las auroras, y entonces presenciamos alboradas que se alargan, y la cosa tiene su magia, ¿o me equivoco?, saber que las ciudades cercanas al círculo polar ártico, como la isla de Montreal, madrugan siempre unos minutos más temprano durante seis meses al año...

Aquí resultaría útil desplegar verbos como despuntar el día o rayar el alba, o, en un arrebato algo más poético, hablar de romper las madrugadas. Acaso entonces podría insistir, con una claridad algo más meridiana (nunca mejor dicho), que en las calles boreales ganamos unos cuantos minutos más de sol en cada jornada. Para el caso, el color gris del auto, modernísimo, motor eléctrico, llantas posmodernas, puertas digitales muy parecidas a los filmes de ciencia ficción, todo eso llegó cuando dijo que llegaría: a las cuatro de la mañana. Y el conductor era muy joven, treinta años o algo así, más alto que yo, lo cual ya es decir, y abrió la cajuela en inglés mientras le pedía permiso para ocupar el lugar del copiloto. Los asientos traseros de los taxis nos alejan de las cosas simples, quise argumentar, esto también aplica en los coches “uber” que casi nunca utilizo, salvo en situaciones así, cuando la noche caducaba y los bulevares de la isla de Montreal amanecían ya hechos de autos, sin duda ellos también tratando de llegar a tiempo a sus propios aeropuertos.

En efecto, a esa hora de mis bostezos la imaginación sólo sirve para concluir que todos los trasnochados del mundo se parecen a nuestras propias urgencias. Pasado mañana, el 21 de junio (fiesta de San Luis Gonzaga, santo patrono de los jóvenes, según nos enseñaban los jesuitas en la preparatoria…, prometo no distraerme más en estos paréntesis), sí, pasado mañana llegaremos al solsticio de verano: entonces el sol dará marcha atrás, y las amanecidas menguarán la duración de sus horarios, y la luz de cualquier mañana perderá el terreno ganado cuando lo mejor sería charlar un poco con él, desperezarme con su historia o preguntarle amable por el origen de su acento, ¿de Marruecos?, ¿de Túnez tal vez? Allí donde no podemos ser actores debemos convertirnos en los espectadores más atentos de la humanidad que nos rodea, filosofaba el uruguayo Rodó en su “Ariel”, y será por eso que me intrigan tanto las nacionalidades, también las profesiones, en la ciudad cosmopolita. Supe, además, que había nacido en Beirut y que pertenecía a una familia de desterrados libaneses , y al insistir que los asientos traseros mareaban a cualquiera, descubrí que no hablaba francés, qué extraño, porque había salido de casa a los cuatro años de edad, y lo decía sin lamentos detrás del volante en ese auto tan parecido a las naves espaciales.

Sus padres partieron a buscar trabajo en Qatar donde muchas cosas sólo suceden en inglés. Era por eso. Y en Doha realizó estudios básicos, también los de niveles medio y superior, y en la soñolencia de mis cálculos quedaban veinte minutos de autopistas, salía el sol, un cuarto de hora para seguir amaneciendo en la odisea de sus desarraigos. Al preguntarle por las condiciones de vida en la sociedad qatarí, también por la nostalgias de una infancia hecha de dobleces, quise decir, por su niñez dividida entre Beirut y Doha, fue él quien ahora indagaba mi origen: mi acento sonaba hispánico, señor, y, en efecto, vengo del Golfo de México (de la calle Colón para ser exactos, quise decirle pero no supe cómo), y por enésima vez asistí a la historia de los tacos al pastor, porque, según me han dicho otros libaneses, fueron ellos los que llevaron a México la ciencia de la carne vertical ante la lumbre, y entonces los “shawarmas” se adaptaron a las tortillas de maíz, quizás sea cierto, vaya uno a saber, aunque alguna vez escuché que dicha técnica vino de Turquía antes de alcanzar el rango de plato nacional.

De hecho, parece que la palabreja “shawarma” es de origen otomano, expuse, y significa tornear, no estoy seguro, y luego le hablé de mis viejos amigos libaneses allá en el río Pánuco. Recordé a Chava y a Fernando, a su hermana Martha, y cómo olvidar a Héctor…; junto a ellos aprendí a fundir la jerga de Baalbek o de Byblos con los acentos del parque Méndez, “kifak habibi”, hola querido, hola compadre, algo así quiere decir la frasecita de marras en las jerigonzas de Trípoli o de Sidón, y la sonrisa del conductor al escucharla, que se llamaba Rashid y que había estudiado ingeniería en Qatar, era de esperarse: los libaneses estamos en todo el mundo, somos expulsados universales, dijo, los mexicanos lo mismo, aunque por otros motivos, riposté, y su especialidad en pozos petroleros lo trajo a los campos de Alberta, seis horas al norte de Edmonton, en pleno Ártico canadiense. Pasó del desierto a la tundra, de las tormentas de arena a las celliscas, como quien dice, de los dromedarios a los osos blancos, sonreímos, y a pesar de un salario soñado en el Polo Norte, las condiciones eran durísimas, la soledad sobre todo, y tres años realizó trabajos de perforación en jornadas con veinte horas de luz (o de tinieblas, según se vaya o se vuelva de los solsticios).

Y en el último párrafo camino al aeropuerto, Rashid decidió mudarse a Montreal donde recién había comprado ese auto venido del futuro. El salario “uber” nunca será el de un ingeniero petrolero, no importa, porque los transterrados lo sabemos: hay mundos a los que uno viaja soñando riquezas y descubre, claro que lo sabemos, la paz de una ciudad donde todos aspiramos a ser iguales porque todos somos tan distintos. En fin…