Seguramente la primera vez que fui al cine Alcázar fue un domingo al matiné de las diez de la mañana llevada de la mano de mi madre. Tendría cuatro o cinco años cuando la fascinación por las películas me atrapó y hasta el día de hoy me desconecto del mundo cuando las luces de la sala se apagan e inicia en la pantalla la magia del séptimo arte. Tom y Jerry, el Pato Donald y la pequeña Lulú fueron los personajes de mi infancia. Muchas tardes iba al cine Alcázar propiedad de mi padre “disque” a hacer la tarea, pero al primer descuido me escabullía a ver la película que estaban proyectando. El portero del cine era el moreno Sr. Benítez y ya sabía que yo iba con frecuencia al cine en compañía de mi “pandilla” de amigas del colegio.
Todas las películas influyeron en mí y las veía más de una vez. Mi primer perrito se llamaba Toto como el compañero de las aventuras de Dorothy en el “Mago de Oz”. Mi primer disfraz fue el de la graciosa carioca “Carmen Miranda”, protagonista de la película “Volando a Río”. La piñata de mis seis años fue una hermosa negra de cartón y papel de china, inspirada en la inolvidable nana de “Lo que el viento se llevó”. Lassie y sus aventuras me hicieron amar a los perros. A los siete años lloraba porque quería que me compraran un caballo de carreras y ponerle de nombre “Rey” como el que tenía Elizabeth Taylor en “Fuego de Juventud”. La adorable Jo, personaje central de “Mujercitas” me hizo desear ser algún día escritora de novelas, sueño que olvidé cuando vi “El espectáculo más grande del mundo” y quise ser trapecista. Pasaba las tardes dando volteretas en mi columpio.
Al ver “El manto sagrado” quise ser mártir cristiana pero en cuanto vi a Elvis Presley bailando “El Rock de la cárcel” lo olvidé de inmediato. “Bailando bajo la lluvia” me provocó el deseo incontrolable de brincar en los charcos y después de ver “Siete novias para siete hermanos” me rompí el tobillo al querer bailar en el tejado de mi casa. Y por supuesto me quise ir de monja cuando vi “El milagro de Lourdes”.
Ya en la adolescencia compraba la revista Cinelandia y tapizaba con fotografías de artistas las paredes de mi cuarto. Ya mayor me aficioné a las películas dramáticas, históricas y épicas. Las de amor me encantaban y me enamoraba de los actores con uniforme militar, tanto que me casé con uno de la vida real.
A la gran mayoría de aquellas películas las recuerdo con detalle. El argumento, la música y no se diga los actores son inolvidables. Si tengo la suerte de volverlas a ver, las disfruto como si fuera la primera vez. Hoy en día las películas son otra cosa. Aunque vuelvan a hacer una nueva versión de alguna película famosa nunca será lo mismo. Las nuevas versiones jamás las igualarán.
Aunque sigo aficionada al séptimo arte y he visto muy buenas películas pero difícilmente las recuerdo con detalle. Generalmente son intrascendentes. Grandes producciones, impactantes efectos especiales que crean un ambiente real y fantástico, pero, aun así prefiero las películas clásicas, las que nos hicieron soñar, las que nunca olvidaremos porque quedaron en nuestra memoria para siempre.